Suplementos
Los adjetivos de Fernando Vallejo
Fernando Vallejo es tímido, inteligente, cariñoso, humilde; y también es perturbador, revolucionario, deslenguado, insólito. Un ser humano nacido en Medellín, recriado en el mundo, habitante de una casa en Ámsterdam, en la colonia mexicana de La Condesa, amante de los perros, escritor. ¿Es escritor Fernando Vallejo? Escritor, cineasta, biólogo, músico, biógrafo
¿Es un tipo genial Fernando Vallejo? Lo es. No es por eso por lo que lo premian. Lo premian porque es un escritor. Un artista. ¿Tan sólo? Es un martillo de los ortodoxos, ha escrito diatribas disparatadas, y bien ciertas, contra la Iglesia que inventó la tortura de la Inquisición. Es un azote del Papa, capaz, en sus distintas reencarnaciones, de autorizar la enfermedad de los pobres y la muerte de éstos. Martillo de ortodoxos y hereje ejerciente. Y un músico.
De todos los adjetivos de Fernando hay algunos que ha escrito él mismo (pero no sobre sí mismo) que le definen a él y a su contrario, a sus personajes, a los que van con él o a los que ha olvidado. Tímido, discreto, modesto, cordial, sencillo, complaciente, atento, afectuoso, amable, cortés, risueño, encantador, benévolo.
Qué señor, le dije cuando le subrayé esos adjetivos que están en una de sus obras. Y me dijo: “Es una lista de adjetivos; se los puse (a su personaje, el doctor Flores Tapia) para contraponerlos a los que merece su mujer, que es muy mala. Es un procedimiento literario: enumerar cosas. Y ésta es una lista de adjetivos, así que los puse todos buenos”.
Entonces le pregunté: “¿Tienen que ver con usted esos adjetivos?”. “No, yo soy muy malo”, me dijo. Así que le saqué otra lista suya que llevaba conmigo: “Soez, sagaz, mordaz, feliz, falaz, olvidadizo, espontáneo, insensato, inmoral, payaso, cuentavidas, deslenguado, hijueputa…”. A lo que dijo en seguida: “Ésa es otra lista antigua, y si mal no recuerdo describen a alguien en mi libro El desbarrancadero, pero no soy yo”. Bueno, entonces búsqueme adjetivos para usted. Se relajó Fernando, jugaba con los restos de la cubierta de mis cintas magnetofónicas, hablaba como si tuviera delante una grave responsabilidad o una cámara; no era un hombre respondiendo, sino una multitud, él mismo era una multitud que miraba hacia el ojo del micrófono como si en éste no estuviera yo sin, también, una multitud oyendo y él tuviera que ser eficaz y veloz, indudable. Dijo: “Un ser humano cabe en muchos adjetivos; es revolucionario, inteligente, pobre… A mí los adjetivos me los tienen que poner los demás porque yo no me doy cuenta muy bien de cómo soy yo”.
De modo que le pregunté a Fernando Vallejo:
—¿Qué es lo que le interesaría saber de usted?
—Yo soy un caos. Un caos de recuerdos, y de olvidos; sobre todo en los últimos años, en los que he estado perdiendo la memoria…
Estábamos hablando en su casa. David Antón estaba sentado en un sillón de cuero, un sillón largo, comodísimo, sobre el que reposaban algunos periódicos del día, pero David leía Reforma, que es el periódico que entra en casa. Excepto por nuestros sonidos, los de Fernando y los míos, y las ocasionales paradas del magnetófono, en aquella casa de Ámsterdam no se oía ni un suspiro, pues además la perra Kim dormía echada a los pies de David. En medio de aquella atmósfera que parecía el centro mismo del paraíso, Fernando Vallejo, el autor de La Virgen de los Sicarios, El desbarrancadero, Mi hermano el alcalde, El don de la vida y algunas de las diatribas más feroces en la cara de Colombia, su madre y su recuerdo, hablaba con la beatitud de un ángel, posaba su mirada de adolescente, de niño casi, sobre las cosas que le sorprendían, se interesaba por los amigos lejanos, por otros perros, por los animales y por los nietos ajenos que iban naciendo. Así fue antes y después de la charla que teníamos para ser publicada: un ser angelical, modesto e inquisitivo, pero suave, acerca de todas las cosas que le llamaran su atención. Cuando el micrófono se abría otra vez, Fernando era igualmente solícito, pero sus palabras salían como de dentro de una lava: la Iglesia, Colombia, la superabundancia de gente en el mundo, la manía universal de la procreación, la política, la vanidad literaria, el lugar común de muerte que son las guerras ocasionadas por la voracidad de las personas, la bondad inusual e inimitada de los animales: todo ello salía de su lengua feroz, como en sus libros, acaso como en la génesis cabreada de sus sueños, Fernando era el titular de unos adjetivos y no de otros, el que entraba a degüello contra esto y aquello, como Miguel de Unamuno o como Samuel Beckett, ensimismado tigre del desprecio contra la abundancia de ineptitud, tímido ser humano que arremete con la ferocidad de un caballo herido.
Qué Fernando, cómo Fernando, cuántos Fernandos. Un solo Fernando verdadero: éste, el que tocas leyéndolo y el que tocas aquí, en este apacible rincón donde vive desde que tienen memoria David, él y la casa. Aquí, en estos rincones, el ordenador al fondo, cubierto como si fuera un niño durmiente, las habitaciones de camas bajas, como futones japoneses, las paredes resueltas con colores cálidos y cuadros que recuerdan algunas de las creaciones artísticas de los diseños operísticos o teatrales de David, algunos retratos, fotos inolvidables de los antepasados o del presente, el cuarto en el que Fernando guarda los anaqueles de los libros sobre los que trabaja (ahora estaba con una biografía de Cuervo, ya estaba anotada casi completamente, estaba zambullido ahí con la pasión con la que nadó en las aguas de Barba Jacob), la cocina donde Olivia hace el mejor arroz (contrastado) de México, el teléfono por el que vienen saludos (correspondidos) de medio mundo, parte del cual ha pasado, también, por este salón en el que ahora Kim se despierta al fin y husmea en los periódicos viejos que reposan en el salón largo.
En este salón, al fondo, hay un cuadro que recuerda la hermosa casa que tuvieron en San Miguel Allende, un paraíso, y hay un piano que ahora ya no está cerca de la balconada, pues le daba el sol, lo estaba matando. Ahora está junto a la pared que separa este sitio de la entrada, junto a los tapices rojos que en mi recuerdo son como la prolongación de ese cuadro que representa el pueblo de San Miguel Allende. El piano está sembrado de fotografías, algunas históricas imágenes de actrices que fueron grandes amigas de David, y hay una imagen de Fernando me parece que en Florencia; en esa fotografía Fernando mira hacia el frente, y me parece que de fondo tiene una iglesia picuda. En todo caso, el piano. Alguna vez lo he visto rascar música de ese instrumento, pero jamás lo he visto escribir ante mí, y nunca lo he escuchado hablar de lo que escribe, a no ser que le preguntes, y sea directamente. ¿No le interesa? Claro que sí. Samuel Beckett no hablaba, era capaz de estar cinco horas en silencio mientras jugaba al billar con James Joyce; Fernando es más solícito que Beckett, es capaz de salir de ese mutismo en el que a veces lo pone la vida, pero en el fondo, en la otra vida que no le vemos, es sólo el que escribe los libros, ahí está lo que dice, lo que quisiera decir, lo único que diría si no tuviera la obligación cotidiana de ser también uno entre otros. Bueno, pues ahí está el piano, y entre mis adjetivos, los adjetivos que le pondría a Fernando, el piano es fundamental, pues Fernando Vallejo como escritor es un músico.
Hay un equívoco en torno a este hombre que escribió El desbarrancadero y La Virgen de los Sicarios. Él no es, en el sentido convencional, un narrador, un contador de historias, un carpintero de las novelas, un novelista, en suma. Es un músico. El desbarrancadero nace, en la puridad de su texto, de una decisión: quería contar la muerte como Colombia, como la madre y como la muerte, una muerte acechante y metafórica que respira por los poros de ese libro único, y en ese filamento de melancolía y rabia que desprenden las despedidas precisaba de un diapasón, un instrumento que le permitiera deslizarse por lo que dice con rabia y con melancolía, que son los materiales que forman su canto. Y ese instrumento era la música. Se puede hacer la prueba, se puede leer El desbarrancadero, que es un terrible azote del hijo a la madre, como el texto mismo, pero si se lee como una música tiene otra cadencia, muestra a otro Fernando, el músico al que le resulta imposible sustraerse del ritmo para contar una historia, y esta historia se convierte en el ritmo mismo. Lo mismo sucede con La Virgen de los Sicarios. ¿Creemos verdaderamente que La Virgen de los Sicarios es sobre unos jóvenes que usan la violencia como satisfacción y tormento, despojados seres que son capaces de matar porque el hombre les ha pedido que bajen el volumen de la radio? ¿Creemos de veras que es Vallejo ese hombre que sube y baja las audaces veredas de sangre de la ciudad donde nació? ¿Lo imaginamos de veras acariciando la pistola ajena para abrir el boquete por el que se va la vida de los otros? Fernando Vallejo es el músico de esas tragedias, el artista capaz de convertir lo que ve en lo que se sueña en las peores pesadillas, y es el que ha hecho de esa realidad que ahora es ya según él la cuenta un drama escrito, una figuración hablada de lo peor que se hace en silencio: matar por encargo. Es una metáfora, ¿o es que no sabremos ver nunca en esos libros la metáfora de la vida que contienen, es que siempre hemos de leer los libros como si fueran cartas al director? Pero, ¿es Fernando, estamos seguros de que es Fernando el que escribe y hace?
¿Este Fernando que está aquí sentado, sus brazos cruzados sobre el pecho, es el Fernando que marca con sangre y con esputos la realidad que describe? Fernando Vallejo ha creado una gran metáfora, y para ello ha utilizado el ritmo, la música; su gran aportación a la literatura ha sido ésa, crear cantando también, como decía Bertolt Brecht, en los tiempos oscuros. Él no tiene la culpa de haber nacido para ser testigo y de que su tiempo, el tiempo de su vida que él siempre dice que se prolonga demasiado, haya coincidido con un siglo despreciable en el que los hombres se han matado como nunca entre ellos, por dinero, por poder, porque sí. Los hombres se han matado, se siguen matando, hay sátrapas reconocidos y otros que no lo reconocen y se disfrazan con la bandera democrática para ocultar los efectos de su ferocidad depredadora. Y los hombres matan a los animales. Y la Iglesia impide que se usen condones en África, faculta a la humanidad para despertarse con las peores enfermedades, acuciadas por el amor suicida que provoca contagios que el Papa autoriza negando preservativos allí donde es más fácil la propagación de la peste.
Pues de todos esos temas escribe Vallejo, pero él estaría, en verdad, mucho mejor, mucho más él mismo, este Vallejo de los adjetivos bellos, sentado con Mozart (¡con José Alfredo mucho mejor!) en este cuarto rojo de sillones negros en los que he visto alguna vez, riendo a carcajadas, con él y con David, a Elena Poniatowska, o al malogrado Carlos Monsiváis, o a Juan Villoro, o a Alberto Ruy Sánchez, o a Ángeles Mastretta… Como en la casa de Shakespeare, here comes everybody, en la casa de Fernando y de David hay siempre como una puerta entornada y un arroz al fuego. Entonces, ¿éste no es Fernando, el autor de El desbarrancadero, El don de la vida, La virgen de los sicarios? ¿Ese autor que trona, el que le escupe a los mojigatos, y también a los que quisieran verlo, para tacharlo, para escupirle, como un homosexual pederasta o como un azote de los judíos, es también este Vallejo, este Fernando que ahora, cuando ya se para la cinta, respira hondo como si viniera de una carrera de obstáculos?
Sí, es este Fernando, no es otro, pero también es el que escribió esos libros. Onetti, Rulfo, Beckett, Genet, Boris Vian… Como Vallejo, de cuya camada son, todos quisieron molestar, levantarles las faldas, por así decirlo, a las iglesias, incluida la iglesia literaria… En una de las entrevistas que le hice, en 2007, dijo las mayores barbaridades sobre esta feria que ahora le premia, pero aquí estuvo, hablando del Papa, precisamente, y las chicas y los chicos que lo atienden cuando vienen tienen en sus paredes fotos como las que tienen de Monsiváis y de otros tan queridos; él es ese hombre frágil y feraz que escribe, es las dos cosas, y ambas habitan, dándose la mano, sus habilidades de genio. Pero tiene un compromiso, y de ése no lo apea ni Dios, precisamente. Me dijo sobre lo que quiere hacer, como Onetti, como Beckett, como Vian, como Genet, “para molestar”. ¿A quién quiere molestar, Vallejo?, le pregunté. Y dijo:
—A la tartufería de la sociedad, a la nuestra de ahora; a la tartufería cristiana, y musulmana, y puritana, y mentirosa, que no hace sino atropellar.
¿Y eso cómo se hace? ¿Cómo querrían los puritanos que escribiera Vallejo para desmontar la tartufería? ¿Querrían fábulas tranquilas contadas al borde del camino? Él hace una escritura manchada, veloz, a la que el ritmo le da las alas de la música que las hace inolvidables, y lo hace en efecto para molestar; sus personajes son reales, o identificables, tan sólo porque son de verdad, él los coloca ahí delante para afearles el horrendo rostro de su moral, y los pone también para que la vergüenza que producen sea la vergüenza del lector, su medicina de ricino, su muesca de suicidio.
¿Es Fernando, está en sus libros? Es una alucinación, una suposición, un lugar común, hacerlo aparecer donde no está; los puritanos que leen la literatura con la otra mano no quieren entender la música de sus apariciones y sus desapariciones, no quieren verle como un escritor sino como un protagonista, para dispararle mejor. Le pregunté:
—Si usted estuviera en un libro, ¿cómo sería?
—Yo no sería capaz de ponerme en un libro. Porque soy demasiado caótico, y enredado, y contradictorio, y no me puedo apresar en palabras. Yo no tengo más que dos causas en mi vida: la defensa de los animales y el amor por la lengua española. Siempre he buscado escribir en un español correcto, sin los descuidos de casi toda la gente que escribe en español. Yo voy a ser el último defensor de este idioma; España no tiene más que esta grandeza. Lo identifican con el franquismo. Una persona puede abandonar causas justas e injustas, y Franco abanderó el español. Fue un dictador puritano, defendió la Iglesia católica, habría que censurárselo, pero defendió el español.
Hace algunos años le pedí que compartiera con Laura Restrepo, la novelista, su compatriota, una entrevista sobre Colombia, cómo la veían. Nos sentamos ante una mesa de madera en lo más alto de Bogotá; Fernando llegó con una bolsa de plástico en la que me parece que llevaba un regalo, quizá unas frutas, para Laura; en aquel día lechoso de la ciudad sin estaciones, Fernando era la aparición bondadosa de un hombre que te preguntaba en seguida por la salud y por el sueño, era el solícito compañero de un ascensor que nos llevaba a lo más alto de aquella casa que construyó Salmona en el sitio donde mejor se revuelve el aire en aquel montículo bogotano. Encontrar a Vallejo es siempre hallarse con la oportunidad de disfrutar de la felicidad del tiempo, la tranquilidad de estar cerca de alguien que te va a sacar del caos para darte la organización del día. Pero en cuanto se puso en marcha la grabadora ya era Fernando otra vez tronante, enfadado hasta la riña con la Colombia de la que hablábamos; entre Laura y él sentí que caía sobre el rostro de Uribe (que mandaba entonces) una mancha de la que nadie lo podía despojar nunca, y viví entre ellos el susto de estar en medio de un porvenir de fuego. Los dos tan amorosos instantes antes y ahí les veías, comprometidos e indignados ante una situación a la que le veían pocas salidas. ¿Qué sucede? Es la entraña que aparece, la madre herida, la madre que hiere, Colombia.
En la otra conversación, en la que tuvimos en su casa de México, mientras David leía el periódico en el sillón largo de cuero oscuro, le pregunté a Fernando por la madre real, la que parió al niño que aparece como un infante ingenuo en la portada de El desbarrancadero. Le pregunté por sus hermanos, por su padre, por lo que entendió de niño, por lo que entendió más tarde, por su enfrentamiento feroz ante lo que pasa. Dice usted que, de niño, le dije, uno no entiende nada, que a los 40 ya se empiezan a ver “algunas cositas”, y ahora dice que ve claro “muy poquitas cosas”, pero que las ve “con una claridad inmensa”. ¿Qué ha descubierto, Vallejo?
Fernando ve poco con sus gafas, se acerca hasta el límite del papel para leer libros o periódicos, guiña un ojo cuando te aproximas a él, quiere estar seguro de que eres tú a quien abraza, pero, si no tiene papeles delante, si lo que tiene delante es tan sólo un micrófono, se lanza a él y ahí se despoja de lo que quiere decir, como si lo hubiera pensado mil años antes: “La primera (cosa que he descubierto), ya la había descubierto Aristóteles: que la lengua hablada es muy diferente de la lengua escrita; la primera se aprende sin esfuerzo y la otra hay que aprenderla como si fuera una lengua extranjera. Y después descubrí cómo funciona el fenómeno biológico porque aprendí a ver el bosque sin quedarme atrapado por los árboles. Y escribí mi libro de biología para explicar los grandes problemas de la ciencia biológica hasta llegar al cerebro”.
Descubrió que quería ser artista cuando descubrió la música, y quiso ser compositor. El lado de su rabiosa melancolía le hace preferir a José Alfredo Jiménez frente a Mozart. José Alfredo es el último músico en la música popular. Un artista, como Fernando. Fernando es un artista colombiano. “Colombia es mi tabla de salvación. No creo en nada, ni siquiera en mi causa a favor de los animales, porque es un acto de fe irracional, emotivo. Así que me agarro a Colombia como una tabla de salvación. Sé que es un país más de los doscientos que hay. Los colombianos creen que es el país más feliz de la Tierra; yo no sé si será el más feliz o no, sé que es un país que ha vivido con una intensidad muy grande”. Colombia es su madre, por eso la hiere. Por quererla.
Picasso tenía ocho nombres. Fernando acaso tiene ocho u ochenta identidades, millones de adjetivos, atronadores o suaves, que lo representan. ¿Qué Fernando? Todos los Fernandos, todos los adjetivos le van. Pero le va uno más que ningún otro, ése le distingue, por ése le premian, ése es el que está retratado en el caos de su vida y ese orden caos. El adjetivo artista. El músico artista escritor colombiano rabioso suave indignado benévolo inolvidable Fernando Vallejo.
Texto que el autor pronunciará esta mañana, durante la entrega del Premio FIL de Literatura al escritor Fernando Vallejo
Exigente y generoso
Marisol Schulz, por años directora editorial de Alfaguara, trajo a México la obra de Vallejo y descubrió a un amigo, pero también a un autor capaz de competir con cualquier editor
Fernando Vallejo posee una de las voces más controvertidas de la literatura latinoamericana. Su obra llegó a México gracias a Marisol Schulz, quien durante 17 años fue la directora editorial de Alfaguara y ahora es la responsable de la Feria del Libro en Español en Los Ángeles (LéaLA). Ella y su equipo le presentaron a los mexicanos La Virgen de los sicarios. “No es un mérito mío, no fue un autor que yo encontré; a mí me llegó ya hecho de Colombia”, explica en entrevista.
Editor-autor
Hace muchos años que conozco a Fernando Vallejo. Me tocó trabajar con él cuando se hizo una revisión en México de La Virgen de los sicarios, en 1994 o 1995. Primero, nuestra relación era alejada: lo veía de repente, porque la edición no la hacíamos en México; más bien hacíamos una especie de reedición a partir de la versión colombiana.
Lo empecé a tratar poco a poco y comenzó a forjarse una amistad que me enorgullece y me complace. Es un gran amigo; es un privilegio estar cerca de un ser humano de esa naturaleza y de un escritor que, para mí, es uno de culto. Siempre que estoy cerca de un escritor, me pregunto: ¿quién va a pasar a la posteridad? ¿A quién van a leer las siguientes generaciones? No tengo una bola de cristal, pero me parece que Fernando Vallejo será uno de ellos.
“No es fácil trabajar con él”
Es muy estricto. Maneja la gramática y sabe cómo deben ir cada frase, palabra y signos de puntuación. Él trabaja muchísimo los textos y cualquier sugerencia debe ir muy sustentada, porque esos temas los maneja mejor que uno. Es un autor muy poco complaciente, lo cual lo hace grande. Sabe perfectamente bien el trabajo de texto y, en ese sentido, no es fácil trabajar con él, porque es muy exigente, pero eso es bueno. No es sencillo, porque uno tiene que saber: si le voy a sugerir que cambie una palabra, hay que ser muy claros porque él tiene una idea, incluso, de cómo debe ir la caja tipográfica. Creo que pocos autores como Fernando Vallejo saben el manejo de las artes editoriales.
Sí se puede llegar a una negociación, pero él tiene muy claro el texto. Es muy, muy, muy exigente, y es difícil porque no acepta cualquier portada ni cualquier fotografía: durante mucho tiempo no quiso que su foto apareciera en los libros.
¿Siempre se logra la amistad?
No siempre. Hay tantos editores y autores como seres humanos. Creo que, en 90% de los casos de mi vida editorial, logré amistad con mis autores. Fernando y yo nos simpatizamos, empezamos a visitarnos, comencé a conocer su vida y él la mía; bueno: se trascendió lo profesional y se cayó en lo personal. Él sabía dónde estaba yo, qué hacía. Nos empezamos a tener muy en cuenta.
La versión de Monsiváis
Hay una película sobre la vida de Fernando Vallejo en la que entrevistan a un buen amigo de ambos,Carlos Monsiváis. Dice que Fernando Vallejo es “un pastelito envenado”. Yo me quedo mucho con esa frase: Fernando Vallejo es un hombre con una dulzura, y con esa dulzura tira todo el veneno, en el sentido de que dice frases lapidarias.
Es un hombre muy noble, muy dulce, muy humano; parece que es una palabra que no tiene sentido pero, en este caso, sí, porque puede decir las peores cosas con esa humanidad y esa generosidad. A él lo mueve la generosidad; creo que a veces no le gustaría que uno dijera eso.
Ante el público
Es difícil, porque no quiere apariciones en público. Tiene lineamientos y de principios muy claros. Uno, primero como editor y luego como amiga, tiene que respetarlo y entenderlo. En público es muy poco complaciente y dice lo que quiere decir. Cuando Monsiváis habla del pastelito envenenado es porque Fernando, en su entorno más privado, es una dulzura total, y de repente sale al público y dice unas cosas verdaderamente monstruosas. Uno se asombra de que este hombre, una cosa tan divina y encantadora, pueda decir esas cosas. Pero los lectores no son menores de edad y entienden por qué lo hace.
Su libro favorito
Me fascina El desbarrancadero; para mí, ésa es su gran obra. Hay otras que me gustan mucho: disfruto Los caminos a Roma o Mi hermano el alcalde, que me hizo reír desde que me lo entregó; ése me lo entregó en texto, en manuscrito; desde que lo estaba leyendo, me arrancaba carcajadas, porque yo ya entendí el estilo de Fernando Vallejo. Pero me quedo con El desbarrancadero.
El escritor
Por la forma de narrar de Fernando, que es contundente y lapidaria, hay gente a la que le molesta y me lo han dicho, pero conforme se lee a Fernando se va entendiendo esa forma de narrar, el sarcasmo detrás. Creo que yo lo entendí desde La virgen de los sicarios.
Incluso, hay gente que dice cómo es posible que hable así de Colombia. Y, como le he dicho y él lo sabe, es una relación de amor y odio con su tierra. Es profundamente colombiano y va a pensar en Colombia todos los días de su vida, por eso mismo dice las cosas.
Es uno de los grandes narradores de la literatura latinoamericana contemporánea. Creo que es uno de los grandes narradores de nuestros tiempos y estoy completamente convencida de que es un autor al que van a leer las siguientes generaciones. No es gratuito que haya ganado el Rómulo Gallegos con El desbarrancadero, como tampoco lo es que ahora le den el Premio FIL.
Por Juan Cruz / Periodista y escritor español
PERFIL
Colombiano y mexicano
Nacido en Medellín en 1947, naturalizado mexicano en 2007, Fernando Vallejo es escritor y cineasta. Estudió Biología, Filosofía y Letras y Cine. Es un conocido crítico de la Iglesia católica, los políticos y los aficionados a los toros. Es autor de 17 libros; “El desbarrancadero” le valió el prestigio premio Rómulo Gallegos en 2003; como en aquel año, donará el dinero del premio FIL 2011 a organizaciones defensoras de animales.
“¿Cómo querrían los puritanos que escribiera Vallejo para desmontar la tartufería? Él hace una escritura manchada, veloz, [...] y lo hace en efecto para molestar...”
“Hay un equívoco en torno a este hombre. Él no es, en el sentido convencional, un narrador, un contador de historias, un carpintero de las novelas, un novelista, en suma. Es un músico...”
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