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La vida sólo es una

Cada uno tiene su puerto de salida, su nacimiento; y también su puerto de llegada, el encuentro definitivo, ya en la eternidad y en la presencia de Dios

     Cada uno tiene su puerto de salida, su nacimiento; y también su puerto de llegada, el encuentro definitivo, ya en la eternidad y en la presencia de Dios.
Si hay que llegar al puerto, entonces la brújula ha de indicar que la vida ha de tener dirección, destino. La vida, por tanto, tiene sentido.
     Mienten quienes han asentado que “la religión es el opio del pueblo”, porque, al contrario, la religión es la brújula para no naufragar en el mar de la vida.
     La religión cristiana no es una evasión, no es un escapismo. No es --como dicen-- hacer lo que los avestruces, que ante el peligro esconden la cabeza en la arena. Ser cristiano es tener muy en alto la cabeza, es decir, la mente, y saber responderse a sí mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy en esta única oportunidad que se me ha dado de vivir?
     La fe recibida lleva al creyente a una acción congruente, a vivir cada día como una respuesta ante lo que se ha recibido y de lo que se ha de rendir cuentas.

“A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a un tercero uno”

     Los misterios profundos Cristo los presenta inteligibles en sencillas parábolas, como ésta: “Un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas, llamó a sus servidores de confianza y después de mucho tiempo regresó y llamó a cuentas a sus servidores”.
      La palabra “talento” ha de ser transportada de la economía mercantil, a la economía vital y espiritual. Talento, o talentos, por tanto, no significa dinero como en aquel lejano entonces, sino que es todo don procedente de Dios:
la vida, la salud, la inteligencia, las cualidades, las amistades, las oportunidades que no son obra del hombre, sino que para no soltarlo desnudo, ya va contando con ese conjunto de bienes recibidos. Y como cada uno es distinto, también cada uno recibe mucho --cinco--, medianamente --dos-- y limitado --uno--, pero a todos es lo suficiente para su bien y para su salvación.
Todo es gracia. Todo --luz para el entendimiento, fuerza de voluntad, adorno de las propias cualidades-- es obra de Dios y todo es la base de la vida.
     Falsa es esa otra afirmación de que “unos nacen con estrella y otros nacen estrellados”, porque el hombre es “el arquitecto de su propio destino” y todo hombre, ya en un sentido profundo, es un proyecto que el hombre mismo, dotado de libertad, es quien ha de trabajar para ser lo que debe ser. Y cada uno recibe solamente lo que es capaz para administrar, pero siempre lo necesario, lo suficiente.

Dios espera la colaboración activa del hombre

     Dios reparte sus dones, pero no se va lejos como el hombre de la parábola. Dios sigue presente en todos y cada uno de los hombres, pues todos son hechura de sus manos. “En Él estamos, nos movemos y somos”. Dios está presente para tenderle la mano al hombre, para perdonarlo y para esperar; pero no lo priva del “libre albedrío”, o sea la facultad triple de --por cuenta  propia-- pensar, querer, actuar.
     Por eso existen, en el plan divino, el premio y el castigo. Por lo mismo aparece el mal por todas partes, ya que el hombre, por malicia o por flaqueza, toma su propia libertad para dar pábulo a sus propias pasiones. Si la codicia, la lujuria y la soberbia lo ciegan, el autor del mal es el hombre.
     Cuando los despistados vociferan que el mal domina el mundo, que, entonces, ¿dónde está Dios?, la respuesta es que el abuso de la libertad es la causa de todos los males, y la presencia oculta de Dios es para esperar y perdonar.
     Los fariseos se escandalizaban porque Cristo trataba a los pecadores y visitaba sus casas y comía con ellos. La respuesta es que el Hijo de Dios había venido a buscar no a los sanos, sino a los enfermos. Esta es la causa profunda del misterio de la redención: salvar a los hombres a quienes el pecado había hecho caer.

Llegar con las manos llenas

     El que recibió cinco talentos, satisfecho se presentó ante su señor con cinco más cinco; los que recibió y otro tanto que con su inteligencia, su creatividad y su trabajo, alcanzó a ganar. También el que recibió dos talentos, contento porque ganó otros dos. Ambos fueron recibidos con alegría, elogiados, felicitados y merecidamente premiados. Para cada uno fueron estas cálidas palabras: “Te felicito, siervo bueno y fiel. Puesto que has sido fiel en las cosas de poco valor, te confiaré cosas de mucho valor”.
     Ese elogio es por una virtud, la fidelidad, que suma otras virtudes.
La definición de esta virtud es breve y fácil: “Es la lealtad, la observancia de la fe que uno debe a otro”. Mas en la vida práctica es larga: debe ser perpetua y es difícil de guardar.
     Suelen los hombres hacer pactos, promesas y hasta juramentos de fidelidad. Ese es el inicio; cumplir, y con limpieza; ese pacto es lo difícil.
Emmanuel Munier pensador francés, escribió: “Una persona alcanza su madureza cuando se compromete por algo (alguien) que tiene un valor superior a su vida”.
     Allí entran los mártires, los confesores, las vírgenes y su fidelidad, y ha sido el amor lo que los ha sostenido en su vida. La más alta fidelidad es aquella con la que el hombre deposita absoluta confianza en Dios, por quien está seguro a plenitud que será generosamente recompensado.

Triste, muy triste será llegar con las manos vacías

     El que solamente recibió un talento, no lo perdió, pero --aquí está el doloroso pero--... “Tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”.
      A quienes le preguntaron a Cristo si eran pocos los que se salvaban, Él respondió así: “Es estrecha la puerta”. Nada dijo de cantidades. Se necesita valor, audacia y perseverancia.
      Es la tristeza de esas vidas estériles, como la de unas higueras plantadas en la viña del Señor, entre cuyas hojas el dueño no encontrará el dulce fruto, el apetecido fruto de las buenas obras.
     El ambiente de este siglo XXI es de una frivolidad existencial; se vive de lo inmediato, de la moda, de la más reciente película, a veces de los vaivenes de la política y de esa palabra extranjera confort. Algo así como: viva usted sin preocupaciones, con todas las comodidades que le ofrecen la ciencia, la técnica, los nuevos inventos, para una dulce y descansada manera de ir pasando los días. Esto se llama hedonismo, del griego “hedomé”, doctrina que proclama como fin supremo de la vida la consecución del placer. Y esta filosofía --si no en teoría, sí en forma práctica-- rige la vida de los incautos, de los impensantes, de los que se dejan arrastrar por el ambiente.

Pero para todos ha de llegar el día del Señor

      Se acaba el espacio llamado vida. Y en ese final han de rendir cuentas los que recibieron cinco o más talentos, los que recibieron dos o solamente uno. A quien mucho se le dio, mucho le será exigido; a quienes poco, el aprovechamiento de ese poco; mas a todos, la fidelidad.
     A todos los cristianos se impone realizar la gloriosa tarea de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres. Y eso es no enterrar el talento recibido, sino aprovecharlo, multiplicarlo.
     Esta parábola pone de manifiesto la vocación del cristiano, comprometido ante la realidad apremiante de los hombres.
     Siempre debe el cristiano dar frutos, ser testigo del amor de Dios, dar lecciones de amor con una conducta comprometida, operante.
     Quien al final de su vida echa una mirada hacia atrás y encuentra una vida plena, como San Pablo afirmó: “He combatido el buen combate...”, con gozo recibirá recompensa eterna.

Pbro. José R. Ramírez
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