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La primera vez que estuve en Bogotá

Vivencias de un periplo por la capital colombiana

GUADALAJARA, JALISCO (23/FEB/2014).- La primera vez que estuve en Bogotá fue en abril  de 2006. Desde aquella primera vez que caminé por una parte del aeropuerto El Dorado, se me figuró como si estuviera saliendo por los pasillos del tercer piso de los multicinemas de Plaza Galerías.

Íbamos JF, BP y yo al festival Iberoamericano de Teatro, que entonces cumplía 10 años de realizarse de manera bianual. La salida del aeropuerto se volvió un tanto tortuosa porque había que hacer doble fila: una en donde los soldados revisaban exhaustivamente tu maleta (traté de explicarle al que me revisó, que el que llevara yo tantos libros no quería decir que iba a intentar venderlos)  y otra en la que había que, literalmente, confesarse.

Ya nos habían aleccionado de esa parte: se trataba de no ponerse nervioso y no mentir. El problema fue que a JF y a BP les había tocado en otra fila, ellos ya habían librado el confesionario y me esperaban afuera, ignorando que yo me había metido en problemas: el funcionario aeroportuario requería que yo le dijese a dónde iba. Le aseguré que llegaría al hotel Tequendama, él llamó al hotel en ese momento y como no había una habitación reservada a mi nombre, consideró que yo mentía y que algo andaba mal conmigo.

Un soldado me escoltaba sabrá Dios a dónde, hasta que llegó JF y se aclaró que no iba yo a intentar ningún atentado, ni sabía de coches bomba. El taxista, rumbo al hotel, fue el que nos contó que las cosas se habían puesto muy tensas porque apenas hacía unos días -y luego de meses de no haber ni un incidente- habían hecho explotar una bomba en un autobús urbano.
El panorama en el hotel también era tenso. Al menos para nosotros que no estábamos acostumbrados a tener tan cerca soldados con perros husmeando todo el día cada rincón del hotel. En otras ocasiones que  estuve más recientemente no me tocó ver tanta seguridad, pero en aquel año, incluso al momento de abordar el elevador para ir a la habitación, existía un guardia que vigilaba que efectivamente fueras a donde decías. La primera mañana que desperté e intenté abrir las cortinas para que entrara la luz del día, tuve que cerrarlas porque un soldado, con su arma empuñada, observaba a mi ventana, como si le pareciera indignante un turista que usara calzones de los Simpson.

La primera comida que hicimos en un restaurante de Bogotá resultó ser espectacular. No recuerdo el nombre del lugar, pero sí que estaba sobre la misma avenida que el hotel Tequendama, a unas cuadras del mismo. El mesero, antes de tomarnos la orden nos preguntó: “¿Se les antoja un tinto?” Y a nosotros nos pareció buena idea una copita de vino tinto mientras decidíamos qué pedir. Cuando el mesero nos trajo unas tazas de café creímos que se había equivocado. Pronto supimos que los equivocados éramos nosotros: en Colombia un tinto es un café.

Fue ahí donde probé por primera vez el ajiaco, platillo del que sigo enamorado. Creo que frecuentemente me sueño comiendo ajiaco. Y es que aunque hay lugares en México donde lo preparan, no se logra el mismo sabor, pues los tubérculos (papa criolla, pastuza y sabanera) y las guascas e incluso la crema de leche y el aguacate, tienen un sabor diferente en aquellas tierras.

Otra cosa que me impresionó fue la gran variedad de frutas que se podían ver por todas partes. Recorrimos un barrio hermoso llamado La Candelaria y en cada esquina había una tiendita que vendía “zumos”, que no eran otra cosa que jugos naturales, hechos al momento de frutas frescas y deliciosas. Y más baratos que lo que costaba un refresco.

Ese día que caminamos por toda La Candelaria, llegamos hasta la Plaza Bolívar: majestuosa, imponente, pero no pudimos quedarnos mucho tiempo pues por cada turista que por ahí caminaba había al menos cinco pordioseros que no te dejaban de acosar hasta que no les dieras unas monedas.

Entramos en una farmacia a comprar no recuerdo qué. El caso es que cuando la dependienta me escuchó pedirle lo que necesitaba, su mirada comenzó a tornarse iluminada. Yo me le quedé viendo mientras ella me preguntaba: “¿eres de México, verdad?” Cuando le contesté que sí, le pregunté también que cómo lo había adivinado con sólo escucharme decir dos frases, y me contestó: “es que hablas como los del Chavo del Ocho”.

Pero sin lugar a dudas, la anécdota que más tengo grabada de aquella primera vez que estuve en Bogotá sucedió en Corferias, un recinto ferial enorme. Estábamos en una de las magnas fiestas que el Festival Iberoamericano de Teatro organizaba para los asistentes. Era una especie de galerón donde unas tres mil personas bailaban frenéticamente salsa, ante los acordes de un grupazo al que parecía que se le iba la vida en cada tema. Yo veía desde lejos la maestría de los colombianos al bailar. Mientras caminaba en busca de una cerveza Águila, una colombiana me tomó de la mano y me dijo: ¿bailamos? Yo, que no estaba dispuesto a hacer el ridículo traté de explicarle que no sabía bailar, que tenía dos pies izquierdos. Ella me interrumpió y dijo: “Si eres mexicano, no me importa que no sepas bailar”.

Y bailamos, por supuesto.

david.izazaga@gmail.com

Twitter: @dizazaga
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