Suplementos

La Invencible, la burocracia en la librería y las modelos

Catorce vendidos, seis devueltos y cero en existencia: no quedaba un solo ejemplar en los anaqueles

GUADALAJARA, JALISCO (05/MAY/2013).- Voy a una librería ubicada sobre la avenida más hípster de la ciudad. Caminando por el camellón, un poco antes de entrar, observo a un grupo de chicas que ensayan una rutina que claramente parece será para una pasarela. No es difícil adivinarlo, y no sólo por la forma esmirriada de sus cuerpos, sino por la manera en que los conducen sobre el adoquín de Guadalajara. Van caminando como si sus brazos les pesaran 80 kilos cada uno; como si el desgano, la apatía y el desencanto hubiese sido patentado por ellas.

Con ese sentimiento llego a la librería, a buscar un título que me han recomendado ampliamente: La Invencible, de Vicente Quirarte. Entro a buscarlo entre los anaqueles. Sé que es una novedad, así que deduzco que muy posiblemente se encuentre aún en los estantes de la entrada. Nada.

Yo sé que a mucha gente le encanta preguntar, que goza de hacerlo. Que si, por ejemplo, llega a una farmacia y no encuentra un desodorante, lo primero que se le ocurre hacer es preguntarle a una empleada.

Yo no creo en eso. Mi pantano no es de esos. No me gusta preguntar. Desconfío de hacerlo. Prefiero encontrar las cosas por mí mismo. Tiene que ver con algún defecto genético o con simples manías, no me importa. Estoy convencido de que preguntar muy pocas veces garantiza a uno encontrar lo que busca: sea una crema para después de afeitar o una calle en San Luis Potosí. Además está el placer de descubrir por uno mismo las cosas, ¿por qué habría de endilgárselo a alguien? Es como dejar que un extraño dé la primer mordida a mi cupcake relleno.

De hecho, precisamente en esa misma librería hace años llegué al mostrador a preguntar por un libro y me dijeron que no lo tenían. Ya desconsolado porque no lo había encontrado, entré luego a ver con qué otro me consolaba y —¡ándale tú!— que voy dando con él.

Pues bien: luego de buscar por un buen rato La Invencible me di por vencido y me acerqué a un dependiente a preguntarle. No terminaba de decirle el título y autor cuando él ya daba media vuelta con rumbo a su objetivo. Eso creía yo: en realidad se fue a una computadora a teclear y su respuesta fue —imagino— tal como se la entregaba el sistema, porque  me dijo: “14 vendidos, seis devueltos, cero en existencia”.

Pues sí, parece que ahora así es la cosa: pregunta uno por un título y se entera que de 20 que les mandó la editorial se vendieron 14 y se devolvieron seis.

Le dije: “¿Cómo? ¿Se devolvieron seis? ¿Qué no es novedad?” Y él, con sus hábiles manecitas se puso a teclear otra vez para ofrecerme un nuevo reporte. Dijo, mientras entornaba sus ojillos de cuyo: “Sí, nos llegó en noviembre, a finales”.

Cuando por segunda ocasión lo volví a asediar con el tema de la devolución, cuestionándolo sobre por qué devolvían un título que tenía sólo tres o cuatro meses de haber salido, quiso consolarme con la siguiente frase: “No se preocupe señor, si usted quiere, se lo pedimos, sin costo extra”. Cuando dijo esto último dejé de odiarlo como había empezado a hacerlo. Y me dije, bueno, quizá no sea mala idea.

Todo se derrumbó dentro de mí, dentro de mí, cuando me soltó: “Tiene que dejármelo pagado y llega en un tiempo de entre tres a cuatro semanas”.

¡Tres a cuatro semanas! ¿Pues qué van y se lo traen en Calandria? ¿O lo van a ir a imprimir o qué?

Nada, al dependiente de la librería no le pareció exagerado que mediara tanto tiempo entre la petición y la llegada del ejemplar. Hasta me consoló, tratándome de convencer con la frase: “A veces tardan menos”.

Le dije que no, que gracias, que necesitaba (en realidad le dije que “ocupaba”, no que necesitaba, pero aquí me da pena escribirlo así) leerlo ya, que no podía esperar tanto.

Salí de ahí aún consternado por el tema y cuando llegué a la esquina levanté la vista para encontrarme con otra librería, esta sí comercial y no del Gobierno.

Entré, busqué entre los anaqueles y no tardé en localizar el ejemplar. Pagué y salí de ahí, con La Invencible en las manos, sintiéndome ganador por haber vencido a la burocracia y observando que las modelos del camellón habían vencido su abulia y reían mientras el carrito de RedBull repartía bebidas gratis para todos.
Síguenos en

Temas

Sigue navegando