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''Il postino'' GDL

El oficio de cartero ya no es como antes, ahora entregan básicamente publicidad y estados de cuenta de bancos y tiendas, pero el arraigo con el barrio es el mismo

GUADALAJARA, JALISCO (07/JUL/2013).- Pasaban de las ocho de la mañana cuando la bici subió por Independencia con rumbo a Enrique Díaz de León. Guadalajara era una mancha de luz amarilla. Los indefensos rayos del sol se derramaban sobre los edificios descoloridos, de dos pisos, del Centro Histórico. Las palomas se mojaban en las fuentes y se arremolinaban en las plazas. Los camiones reventaban de personas agarradas de los tubos cromados. Recargado en el borde de uno de los asientos, tocando una guitarra vieja, un artista urbano de carrera infructuosa entretenía a un apretujado público con una canción de Espinoza Paz.

En la calle, algunos hombres que pasaron la noche debajo de los portales seguían acostados boca arriba, cobijados por un pedazo de cartón. Otros, más diligentes, empezaban a buscar riquezas en los botes de basura de Avenida Alcalde, la arteria más ruidosa del municipio. Había basura tirada en las banquetas. Pedazos de pan que los perros vagabundos olisqueaban y lamían. En medio de ese barullo apareció Jorge Romo, cartero de la Colonia Americana desde hace ocho años. Era la hora de comenzar su peregrinar en la entrega de la correspondencia.

La jornada laboral de Jorge comienza en el interior de un edificio que se alza en los cruces de las calles Venustiano Carranza e Independencia, lugar donde se encuentra la Administración de Correos 1. En tiempos de la Revolución Mexicana, ese inmueble era conocido como “Cuartel Colorado Chico”. Era la sede de la Gendarmería del Estado en tiempos del gobernador Manuel Cuesta Gallardo.

Mientras Jorge se prepara para salir, otro cartero empuja hacia atrás una motocicleta hasta bajarla por una ligera pendiente que está al pie de la puerta de entrada, que sólo mantiene abierta una de sus dos pesadas hojas. Se escucha el rugido del motor y un arrancón sordo, lejano. Aparece Jorge. Viste una camisa blanca de manga larga con dos bolsas delanteras en la pechera, pantalón de mezclilla y botas negras recién boleadas. La bicicleta, de color azul rey, lleva empotrada al frente una canasta con 150 piezas que el cartero terminará de repartir después de las 11 de la mañana.

Dos de los extremos del perímetro en el que Jorge pedalea son Bruselas y Enrique Díaz de León. Tiene que recorrer las calles Morelos, Pedro Moreno, López Cotilla, Miguel Blanco, Madero, Prisciliano Sánchez, Libertad, Montenegro, Guadalupe Zuno, Bélgica, Argentina, Venezuela, Robles Gil, Juan de Ojeda, y las Avenidas Vallarta y La Paz. En esta última termina su recorrido.

Jorge comienza la entrega de la correspondencia en el domicilio marcado con el número 1210, en Nicolás Romero y Morelos. Saca su silbato del bolsillo y llama a la puerta. El legajo que carga en la canasta es, en su mayoría, propaganda y estados de cuenta.

-¿Y cartas?

-Cartas no. Casi no.

Hace 15 años que Jorge es cartero. La mansedumbre de su oficio le permite convivir con algunas personas de la colonia como don Gastón, quien  bolea sus zapatos al pie de un edificio que flanquea Pedro Moreno, antes de llegar a Robles Gil. En una esquina Jorge se detiene para saludar a Jazmín,  una trabajadora del Consulado de Brasil que dice que tras ocho años de conocerlo, es su cartero favorito.

A Jorge le gusta el 12 de noviembre, Día del Cartero,  porque le va bien. La gente le da regalos y propinas. Lo invitan a desayunar, pero no acepta. Quizás desconoce que el 12 de noviembre de 1953, 11 años después de haberse instituido el Día del Cartero, en Guadalajara se llevó a cabo una memorable fiesta que duró de las 08:00 a las 23:00 horas. La banda de la XV Zona Militar cantó Las Mañanitas, se sirvió un banquete en el restorán “Izar”, hubo eventos deportivos y una velada literario-musical en el Teatro Degollado. También se presentaron números de canto y baile, guitarristas, imitadores, comedias y un baile en el salón de la C.T.M.

Jorge dice que ser cartero es peligroso. Al ser un ciclista más, los carros no lo respetan, los transeúntes se le cruzan en su camino y debe tener un respeto irrestricto por los camiones. Muchos piensan que los carteros cargan dinero. A pesar de no ser cierto dicho pensamiento, nunca lo han asaltado.

Cuando le toca entregar multas de vialidad, los destinatarios se molestan con él: “¿Por qué me la traes a mí? ¡Rata! ¡Y que sabe qué! ¡Y que sabe cuánto!”

Entrega cartas en sitios donde no vive nadie. “Si el interesado no se encuentra en el domicilio indicado, por favor deje el sobre en el mismo”, está escrito en el papel. Jorge deja el sobre de propaganda al pie de lo que antes fue un salón de eventos, a un lado de la Alianza Francesa. El lugar tiene ocho años abandonado y desfallece embadurnado de polvo.

Ya sabe cuáles casas tienen cancel negro, perro o medidor de agua. Dice que la mayoría de las fincas en la Colonia Americana sirven como oficinas. En las cocheras, si no está el carro, es que no están los habitantes y entonces debe que arrojar la carta con precisión. En algunas no se puede, pues están rodeadas de muros altos coronados con rizos de navajas.

Mientras entrega la correspondencia, Jorge recarga la bicicleta en postes, árboles y paredes. Los perros no lo reconocen. Le ladran desde las azoteas, afianzando las patas delanteras al filo del saliente. La Colonia Americana se despereza con tranquilidad: las sombras de los árboles viejos se quiebran sobre los autos cuadrados afuera de las casas, los transeúntes caminan por debajo de la banqueta y los ciclistas hacen lo contrario. Los autos, cuyos conductores hablan por el celular, afluyen apachurrado naranjas y trozos de vidrio esparcidos por el suelo.

Siempre que deja la bici, Jorge está atento de que no se la vayan a robar. “Cuando uno no ve la bici se le viene abajo la sangre. Es como un pequeño infarto”.

“Payn” contemporáneo

Iván Romo y José Hernández Padilla, ambos carteros, se reconocen como herederos de los “paynanis”, como se les llamaba a los mensajeros de los aztecas, embajadores y representantes de Moctezuma que tenían que pasar por un arduo proceso de selección.

En el libro Historia de las Comunicaciones y los Transportes en México, de Enrique Cárdenas de la Peña (SCT, 1987), se explica que en la sociedad mexica -que giraba alrededor del emperador- el enlace con el mundo exterior se dio gracias a la intervención de los mensajeros, ujieres, escribanos y policías, elementos fundamentales para el imperio. “El sentido de la comunicación aparece bajo el aspecto del correo, con marcada tendencia militar”.

Ser “payn” (en plural paynani) no era sencillo: el niño tenía que acudir a la escuela en donde sería instruido de manera especial.

“Aun cuando los correos o mensajeros pueden ser extraídos del calmecac (escuela), lo habitual es que procedan del segundo orden de escuela, es decir, del telpuchcalli, o casa de jóvenes, donde se hallan quienes podrían catalogarse como pertenecientes a la clase media”.

Dicho adiestramiento consistía en la escritura y lectura jeroglífica, la oratoria y el civismo, el empleo de las armas, el aprendizaje de las tradiciones, cantares, artes y oficios, y la obediencia a las normas políticas y religiosas. Toda la educación del posible payn iba dirigida a encallecer su carácter, volverlo más fuerte, requisito indispensable en la sociedad azteca.

El payn limpiaba y barría la escuela, traía agua y leña del monte, cal y piedra para reparar algunas cosas. Su orgullo era aguijoneado por trabajos duros y serviles. La continencia era una obligación inexpugnable.  Tenía que aprender a luchar y desde niño caminaba grandes distancias. También corría y saltaba mientras los responsables de su educación miraban sus condiciones físicas.

Subía las gradas de los templos, se aprendía caminos y atajos del territorio de la Triple Alianza, formada por Texcoco, Tenochtitlan y Tacuba. Andaba día y noche, vadeaba corrientes y ríos, subía cerros en los climas más extremos. Cuando estaba convertido en un verdadero atleta, todavía tenía que demostrar que era dueño de una memoria visual y retentiva para transmitir los mensajes. Debía ser veloz y resistente para las carreras. Una vez que resultaba elegido, su labor era enviar y recibir mensajes y noticias durante los tiempos de guerra.

Ni Iván ni José pasaron por un proceso parecido al de su descendencia.

Iván y José fuman recargados en la pared. Iván tiene cara de desvelado y José, más fresco, revisa un papel en el que se desglosa lo que gana al año: “149 mil pesos al año. Ya los quisiera ver juntos”, dice.

Los papás de José eran carteros y la suegra de Iván trabaja en Correos de México. Es hora de salir. José termina la última calada de su cigarro y se va. Con cinco años de experiencia, Iván reconoce que lo que más se reparte en la oficina de correos son recibos de teléfono, estados de cuenta y fotoinfracciones.

Decidió ser cartero porque cuando terminó la Licenciatura en Mercadotecnia pidió trabajo y le ofrecían cuatro mil pesos mensuales. Como cartero puede mantener a su familia –tiene una hija de dos años y su mujer está embarazada- y se la pasa bien. Conoce gente y eso lo hace feliz.

Guadalajara, a 90 leguas

De acuerdo con la publicación Datos históricos sobre los servicios de correos en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, escrito por Daniel Muñoz Gómez, la primera información que se tiene sobre el servicio de correos en la ciudad es del 19 de noviembre de 1620, “día en que se levantó un acta en la Ciudad de México para determinar la distancia entre ambas ciudades, fijándose la de noventa leguas (casi 400 kilómetros) para los efectos de las liquidaciones a los contratistas de la ruta, a razón de $16 pesos por cada veinte de recorrido, suponiéndose fundadamente que esa debe haber sido también, la fecha en que se estableció acá la primera oficina postal, faltando sólo por saber el sitio de su ubicación y el nombre de la persona que la sirvió con el carácter de jefe”.

Sin embargo, Muñoz Gómez, exinspector postal, resalta que al momento de la llegada de los españoles, que tenían un sistema parecido al que usaban los indígenas, la Reina Cihuapilli, de Tonallan (Tonalá), tenía hombres entrenados como mensajeros que llevaban órdenes y “recados oficiales a los caciques de los señoríos que dependían de sus soberanía lo mismo que a los de los demás reinos colindantes como Ahualulco, Tlajomulco, Poncitlán, Ixtlahuacán, etc. y otros más lejanos”.

A partir de enero de 1778 a la administración de Guadalajara se le destinaron recursos para pagar el sueldo del jefe y el cajero. Además, se autorizó que los administradores trajeran bastón, símbolo de su jerarquía. Se ordenó que los empleados usaran uniforme y los contratistas de rutas postales llevarán espadas para protegerse, ya que desde 1773 se establecieron dos rutas nuevas: “Una al noroeste, pasando por las ciudades de Ahualulco, Etzatlán, Ixtlán, Compostela, Tepic, Acaponeta, Real del Rosario, Culiacán, Alamos y Ures, fundándose en ellas, oficinas que le quedaron adscritas para los efectos de la situación de fondos, con el nombre de “Estafetas Agregadas”; la otra iba con destino al “Real de Bolaños” pasando por Tequila, Magdalena y Hostotipaquillo”.

En 1791 se autorizó un aumento al presupuesto de la Oficina de Postas de Guadalajara.  Con los recursos se pagarían los servicios de cuatro empleados y la renta de una finca “ubicada en la 2da. calle de San Francisco (16 de Septiembre), núm. 4, esquina con la que hoy es López Cotilla, según lo consigna el culto historiador Santoscoy”.  

Cien años después, la oficina se cambió a la calle de Belén. Para ese entonces tenía cinco carteros, tres oficiales, un escribiente, un inspector y tres conductores.

Gómez Muñoz precisa que fue el 15 de mayo de 1886 cuando llegó a Guadalajara el primer tren directo de la Ciudad de México, evento que modificó el sistema de transportación de correspondencia, que había pasado comenzado con a pie, luego con el caballo y más tarde en diligencia. Con la llegada del tren se pudieron organizar otras rutas nuevas, tomando como punto de partido las estaciones existentes como la de Ocotlán a Atotonilco y de El Castillo a Juanacatlán.  En 1880 México ingresó a la “Unión Postal Universal”, con sede en Berna, Suiza, lo que provocó que Guadalajara despachara correspondencia para todo el mundo.

A principios del Siglo XX, la Oficina central de correos estaba en el número 78 de la calle Maestranza. Contaba con un administrador, un cajero, siete oficiales, tres escribientes, cuatro contratistas de ruta y doce carteros. Doce carteros para una población de aproximadamente cien mil habitantes. Debido al aumento en el envío de cartas, se instalaron tres oficinas auxiliares, una en el barrio de Analco, otra en el de Mezquitan, en las cercanías del parque conocido como “Jardín de Borrallo”, y la última al norte del Hospicio Cabañas. Hasta 1970 hubo 19 establecimientos como estos.

En 1918 la administración se cambió a la esquina de las calles Hidalgo y Liceo, en donde actualmente se encuentra la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres. Fue hasta 1947 que se cambió a Independencia y Venustiano Carranza, lugar en el que permanece en la actualidad.

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