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El Museo Regional de Guadalajara es la opción para pasar un buen domingo, lejos de los centros comerciales y muy cerca de la historia del lugar donde nacimos

GUADALAJARA, JALISCO (21/SEP/2014).- Uno de los paseos dominicales obligados para un tapatío de cepa y su prole es la visita al Museo Regional, que se levanta justo detrás de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres en el Centro de la ciudad. Allí está el famoso mamut de Catarina, un esqueleto tan importante para la educación sentimental del nativo promedio que bien podríamos exaltarlo a uno de los pedestales de la dichosa rotonda, por ejemplo uno de esos habitados por estatuas de personajes que, en lenguaje de político, “no tienen consenso social” para estar allí.

La del mamut, aceptémoslo, es la visita menos entretenida del mundo (lleva algo así como un eón sin mover ni una patita), pero cuando no se han cumplido 10 años de edad puede ser una visión bastante impresionante. Y aunque se hayan rebasado ya, uno debe hacer el esfuerzo por entusiasmarse y trasmitir su culto de generación en generación. Mi madre me llevó a mí, yo llevé a mis hijas y ahijados. Muchos hemos dicho, junto a sus colmillos gigantescos, un “oh” asombrado y nos han retratado con cara de temor reverente a su lado. No será el Tiranosaurio Rex del Museo de Historia Natural de Manhattan, pero es nuestro. Junto con su primo, el gonfoterio del Museo de Paleontología, el mamut de Catarina es lo mejor que tenemos en el rubro de los huesos prehistóricos. Aunque sólo se les visite dos veces en la vida, es decir, el día que sus padres lo llevan a uno a conocerlo y el día que uno lleva a los chamacos de la familia, eso basta. Con menos esfuerzos que esos se han transmitido de padres a hijos todas las tradiciones conocidas.

Alguien me repondrá que la gente ya no quiere ir a ver huesos a los museos y que urge que éstos se hagan interactivos y sustituyan los esqueletos de mastodontes por software multimedia. Francamente, disiento. Lo que “la gente” hace, si hemos de hacer caso a la experiencia, es ocuparse en cosas sin sentido, es decir, en dar vueltas como zánganos por los centros comerciales, en donde la única experiencia interactiva que nos espera a la mayoría es percatarnos de que el dinero no alcanza para comprar más que un platito de nachos (mientras no se les eche demasiado queso encima) y que hay que decirles a los hijos “no” un promedio de 15 veces por hora. En vez de pasar esas vergüenzas, mejor llevarlos a conocer al mamut de Catarina, que los domingos es gratis.

En el Museo Regional, además, está una carroza en la que anduvo Benito Juárez, se recuerda a varios próceres patrios con retratos poco favorecedores, hay una amplia gama de arte prehispánico, un par de tigres dientes de sable, unas culebrinas y varios objetos entre virreinales y revolucionarios regados por ahí. Nada de ello está a la venta (aunque a la entrada hay una pequeña librería con monografías del INAH) pero todo tiene que ver con el pasado del lugar donde muchos de los visitantes nacieron y viven. Aunque sería deseable que la museografía se renovara, que aparecieran nuevas interpretaciones (“curadurías”) y se oreara un poco lo que se esconde en las bodegas, sigue siendo un lugar más interesante que una “plaza” en la que hay tenis, baratijas, fundas para el celular y escaparates llenos de artículos que nos muestran lo vivos que son los hongkoneses del siglo XXI para tomarnos el pelo.

Si no tiene idea de qué decirles a sus hijos sobre los murales de Orozco o no es capaz de mantenerlos sentados dos horas para escuchar a la Filarmónica en el Degollado, al menos llévelos a ver al mamut de Catarina.
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