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Guadalajara
Es la ciudad de las tortas ahogadas ''hasta que dejen de patalear'', la del menudo ''desgrasadito'' y chocomiles ligth en bolsita
La ciudad que ha privilegiado al automóvil, en la que circulan autos todo el día y sin parar y cuando paran se suben a las banquetas y obstruyen el paso de los peatones. La de las glorietas por todas partes, en las que todos los conductores se atontan y no saben qué carril seguir. La de las señoras que van maquillándose en cada alto, desayunando mientras conducen y escribiendo mensajes en su celular que al cabo ningún tránsito les dice nada. La misma en la que se construyen avenidas más rápidas para que puedan andar más autos; en la que cada día es más complicado encontrar calles para circular sin ir a vuelta de rueda. En la que llegando a un alto un ejército de personas se pone en acción: el que cinco metros antes de llegar a donde estás avienta un chorro de líquido a tu parabrisas, el que sabrá Dios en qué momento se ha puesto a acariciar tu auto con un trapeador manual grasoso y te pide monedas; la que te ofrece muñecas, chicles o mazapanes, el ciego que te quiere vender un boleto para una rifa, el del centro de readaptación juvenil que te pide una cooperación y te da un volante, el hombre de los mil volantes que quiere acabar pronto y te da dos de cada uno, el de las semillas de calabaza de a cinco pesos, el que vende cargadores para teléfonos celulares, el de los periódicos, el de los limpiabrisas, el centroamericano con la cobija a la espalda que te pide lo que sea, el…
La ciudad en la que se apartan los lugares para estacionarse en la calle —que es de todos— con lo que se pueda: cubetas, botes de leche, de refrescos, piedras y hasta con la abuela si se deja; la conquistada recientemente por los llamados “viene-viene”, aquellos que con la impunidad de poseer una franela te indican dónde estacionarte y te cobran la tarifa en cuanto bajas del auto, no vaya a ser que cuando vuelvas ya no estén y pues “hay que comer, jefecito”.
La de las calles que parecen de mazapán, porque basta una lluviecita para que se abran unos hoyos enormes; la de las plazas comerciales a las que hay que ir como si a un baile por si te encuentras a quien no quieres encontrarte (y te lo encuentras), la de la Avenida Chapultepec, frecuentada e invadida por hípseters, eskatos y trajeados que se sienten muy modernos. La ciudad en la que existen cotos dentro de los cotos; en la que si el termómetro baja a menos de 10 grados la gente se muere de frío y piensa que está a punto de nevar, la misma en la que se sienten morir rostizados con 38 grados. La ciudad de la doble moral por excelencia, aquella en la que proliferan —en las zonas más bonitas y de mayor prosapia— prostíbulos que funcionan como estéticas y que abren los domingos, porque hay quienes antes o después de misa necesitan un buen corte.
La de los carritos de frutas atendidos por oaxaqueños o chiapanecos, la ciudad en la que se roban las baterías de los autos, cables de cobre y alcantarillas. La del Tianguis del Sol, en la que se encuentra de todo, al que van las señoras tapatías a comprar prendas que saben que valen mil pesos y que les duele pagar en doscientos. La de las tortas ahogadas “hasta que dejen de patalear”, la del menudo “desgrasadito” y las nieves y chocomiles ligth en bolsita.
La ciudad a la que han llenado artificialmente de agaves por todas partes, como si crecieran como ficus o buganvilias. A la que llaman “la perla”, pero en la que nunca, nadie, por más que escarbe, se encontrará ni una bajo su tierra: Guadalajara.
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