Suplementos

Fatiga crónica

#niaumentonisubsidio

GUADALAJARA, JALISCO (19/NOV/2011).- Durante mi vida en esta ciudad siempre he utilizado el transporte urbano: algunas veces con mayor intensidad que otras. El primer recuerdo que tengo de un camión urbano constantemente me trae la siguiente imagen. Tendría quizá seis o siete años, iba con mi abuelita Luisita, ella me decía: “Fíjate que tenemos que tomar el Analco-Moderna”. Creo que en aquel entonces se identificaban las rutas por color. No había pierde. Ya arriba, me acuerdo de la palanca de velocidades del camión, porque el tubo estaba forrado de terciopelo azul y en la punta tenía una bolita de cristal con un alacrán adentro. En mis pensamientos de niño de seis años estaba latente la preocupación de que el camión chocara, se rompiera la bolita de cristal y el alacrán ya libre nos picara a mí y a mi abuelita (a los seis años uno es tremendamente egoísta, para nada me preocupaba que picara al chofer y al demás pasaje). Cuando lo del alacrán dejaba de preocuparme, miraba la parte alta frontal del camión y ahí estaba aquella imagen de la cara de un Cristo llorando, sangrando, sufriendo y que abría los ojos y los cerraba, dependiendo desde la perspectiva que lo observaras. En aquel entonces me recordaba a un telefonito –que le regalaron en un cumpleaños a mi hermano– que tenía rueditas y que cuando lo jalabas, abría y cerraba los ojitos haciendo un ruidito. Esa imagen me perturbaba, porque luego la soñaba: el Cristo me observaba desde su cruz y abría y cerraba sus ojos como el telefonito, al tiempo que me decía: “Quiobo, quiobo, quiobo”. Cuando llegábamos a nuestro destino, mi abuelita dejaba que me parara en el asiento para poder jalar el lazo que hacía sonar el timbre. Cuando el camión frenaba se encendían los focos que estaban al frente y a los extremos, los cuales tenían la peculiaridad de tener como pantalla unos tarros gigantes de crema Nívea. Y si, leyeron bien: una vez que el camión frenaba uno se levantaba de su asiento, el camión detenido, y se aproximaba a la puerta a bajar con toda lentitud y comodidad.

Años después, ya en la secundaria, volví a tomar frecuentemente camiones urbanos. Y más que camiones, el trolebús que iba por debajo de Federalismo (si, así es, para los que no lo sabían, ese túnel no se hizo para el Tren Ligero; ya estaba hecho y circulaban trolebuses) y las famosas “decapeseras” (que fueron bautizadas como “decapuerqueras”) que no eran más que unas combis que llevaban el número de la ruta en un letrero gigantesco, al frente, en la parte alta. Yo tomaba la 41 que iba por Circunvalación y la 42 que iba por lo que antes era Monte Casino, hoy Fidel Velázquez. Las combis iban llenas hasta el tope: parados, sentados y como se pudiera, incluso muchos se iban sentados en la parte de atrás; si observabas a la combi de lejos, nada más se veían las patitas de los tres o cuatro que cabían ahí.

Al contrario de lo que se podría pensar, no había, como hoy sucede, tantos accidentes mortales. Tengo la impresión de que todo empezó con la tolerante complicidad de la autoridad, que no se puso dura desde el principio. Hoy, a los choferes del transporte urbano parece no importarles si en su loca carrera aplastan una lata de refresco o a un transeúnte.

Por eso ahora que salen con su intención de aumentar la tarifa, la indignación es el sentimiento común en aquellos quienes utilizamos el transporte público. De ahí que la idea que tuvo hace unos días el presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de la Universidad de Guadalajara, Marco Antonio Núñez Barragán, a modo de protesta, ha sido no sólo original, sino creativa: una campaña a la que bautizaron con el nombre de “Ni aumento ni subsidio” (en twitter: #niaumentonisubsidio) y que entre sus acciones más importantes contempla contar las historias que los ciudadanos viven, día a día, como usuarios del transporte. Piden a la gente que coopere así: dejándose tomar una foto y que cuente su historia.

Podría contar varias, pero ahora sólo van las dos más recientes. La primera le sucedió a mi madre hace algunos meses. Le pidió la parada al minibús, sobre la Avenida de Los Maestros, iba acompañada de su nieto de nueve años. El minibús para, ellos se suben y arranca. Como es su costumbre, el chofer manejaba como si llevara calabazas. Unas cuadras adelante frena violentamente y mi señora madre, que después de pagar iba a apenas a medio pasillo, sale disparada a estrellarse contra el frente del camión, bajo donde se encuentra la marimba, que es donde ponen el dinero. Mi madre, caída, lastimada y golpeada y el chofer todavía la regaña, que porque no se agarró bien. Cuando llegó el seguro del camión, se aseguraron, primero, de que Tránsito ni siquiera se metiera, supongo que para que no quedara antecedente para la estadística. A mi madre, eso sí (faltaba más) le pagaron toda su atención médica.

La otra historia le sucedió “al primo de un amigo”, hace un par de días. Se sube al camión, paga y como puede, porque ya arrancó cuando ni siquiera se ha terminado de subir, se aproxima a alguno de los asientos vacíos. El minibús está lleno de basura, los asientos son un peligro porque parece que en cualquier momento se van a desprender; los tubos para agarrarse están oxidados. El minibús va como a 80 por hora sobre la calle Morelos. Se pasa altos, frena violentamente, se pasa los topes como si no estuvieran. Y, de repente, sin alguna causa visible, desacelera hasta el punto de ir casi a vuelta de rueda. Y así, cuadras y cuadras. Cuando “el primo de mi amigo” pide bajar, el chofer lo baja no donde se lo pidieron, sino cuadras después, parado en el carril de alta velocidad.

Hay mejores historias, estoy seguro. La que no se debe olvidar, porque es brutal, es la de las 237 personas que han muerto a causa de accidentes provocados por el transporte urbano; 49 sólo en lo que va de este 2011.

¿Vale su petición de aumento a la tarifa? #niaumentonisubsidio.

david.izazaga@gmail.com
Síguenos en

Temas

Sigue navegando