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Fatiga Crónica

Temporada de tabicones amarillos

GUADALAJARA, JALISCO (11/MAR/2012).- Se va el invierno, se va el frío en la ciudad y con la llegada del calor comienzan a reventar los árboles de primavera que están plantados a lo largo de la Avenida La Paz; amanece más temprano, una bandada de cotorros pasa surcando los aires con un griterío sólo comparable al que se escucha en muchos tianguis. Sales de tu departamento y a la entrada, sobre la banqueta, ahí está —como la Puerta de Alcalá— el hombre que reparte los ejemplares de la Sección Amarilla, con su carretilla llena hasta el tope de esos tabicones de miles de hojas. Uniformado, lleva en la mano una lista que revisa concienzudamente al tiempo que ve varias veces el número con que está marcada la entrada de los departamentos, como queriendo estar seguro de no estar en otro lugar sino en el que le marca su rudimentario mapa. Cuando ve que vas a subir a tu auto y a marcharte se le dibuja en la cara una mueca de preocupación parecida a aquella que muestra el padre que ve partir a su hijo en un Primera Plus con rumbo a Pihuamo.

—¿Ya se va?— te dice como si entre ustedes hubiese una amistad que justificara el que tuvieses que informarle tu destino.

—Sí… ¿por?

—Porque andamos repartiendo la nueva Sección Amarilla, hoy nos toca esta zona y si no aprovecha se puede quedar sin la suya.

—Gracias, pero no me interesa— le respondes al tiempo que prendes el auto.

Pero el repartidor no se va, por el contrario, su semblante se pinta ahora de una extraña mezcla entre la incredulidad y la tristeza. Tú creerías que ahí ha acabado todo, pero no: ahora él ha puesto su mano sobre la ventanilla de tu auto, como para decirte sin decirlo que no te puedes ir, que no le importa que tengas prisa, que hay cosas de la vida que quizá no sepas, pero él te las hará saber de una buena vez.

—Pero… ¡es gratis!— te dice con la seguridad de que sabiendo eso, apagarás el auto y subirás tres pisos a tu departamento por tus dos tomos de miles de hojas amarillas, para dárselos a cambio de los nuevos. Porque así es la cosa, no los pueden dar si no reciben a cambio los viejos.

—No me importa que sean gratis, no me interesan, gracias— le dices ya un poco exaltado y a punto de meter el acelerador.

Pero no, no lo haces porque el hombre de los tabicones amarillos te hace ahora una seña que claramente quiere decir “permítame tantito”, “espéreme”, “un segundo nada más”.

—Amigo, es muy útil tener estos librotes a la mano, aquí está todo— te dice.

Podrías haberte ido, podrías haber subido el vidrio de la ventana de tu auto y haciendo un ademán cortés arrancar y perderte en el tráfico de la avenida. Pero no. Si ya el hombre de los grandes libros sobre su carretilla ha insistido, creyéndose poseedor de la verdad absoluta, en hacerte entender que estás en un error, porque nadie desprecia miles de hojas amarillas encuadernadas que guardan los nombres, teléfonos y direcciones del mundo entero de tu ciudad, ahora viene la tuya.

—No necesito eso porque tengo internet y ahí sí está todo— le dices con la seguridad de que esa no te la mata con nada.

—¡Pero cuando se va la luz…!— alcanzas a oír que te dice, cuando ya has acelerado y sólo lo observas por el retrovisor cómo te ve partir sin moverse.

En el siguiente alto reflexionarás sobre su última frase. Luego te acordarás de las ocasiones en que la Sección Amarilla te sirvió para dejársela caer encima a una cucaracha, para detener una puerta, para sostener un librero que se estaba pandeando. Y para aplanar el pergamino que no se aplanaba con nada. Y muy en el fondo de tu inconsciente desearás volver a encontrarte a aquel hombre, pero ya no lo verás.

Quizá el próximo año.

david.izazaga@gmail.com
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