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Fatiga Crónica
En un día pasa todo
En el parque de la vuelta, por ejemplo, ocurren muchas cosas: las mismas que pueden ocurrir en cualquiera de los cientos, de los miles de parques de cualquier parte del mundo. Ahí está, sentado en una banca, a las 10 de la mañana, aquel hombre de familia que lleva meses y meses saliendo de su casa con rumbo a un trabajo que ya no existe más que en sus recuerdos. Y ahí se la pasa, horas enteras, sentado, viendo en ocasiones al horizonte y de vez en cuando certificando –como si le pagaran por ello– el trabajo que lleva a cabo el viejito que, apoyando el brazo en una muleta y la escoba en la otra mano, se encarga de barrer el parque todos los días. Él no lo sabe, pero a aquel hombre de larga barba nadie le paga, es decir, no cobra formalmente por ello, no está en la nómina de ningún Ayuntamiento, sino que simplemente se encarga de que las calles y las banquetas estén limpias y se conforma con lo que le dan de propina los vecinos y lo que saca luego de vender botellas, cartones y todo lo que en ese mundo se llama “basura buena”.
Más allá, sobre un camellón en medio de una gran avenida, van recogiendo la basura empleados de un Ayuntamiento a los que dotan de uniformes, primas, regalos en Navidad, aguinaldo y por supuesto salario diario, y lo hacen con las ganas con las que un niño de seis años se come las verduras: con un canasto a su lado y un par de guantes para que sus manos no se les rasguñen, mal levantan las hojas secas que ha dejado el otoño, los papeles y todas esas cosas que la gente gusta dejar por ahí y hacen como que hacen su trabajo.
Si levantas la vista es porque tu oído te avisa que algo se escucha: es una camioneta que circula muy lentamente por el carril de alta velocidad y que en su parte alta lleva un megáfono por el que salen frases distorsionadas que repiten constantemente que te compran todo, y todo es todo: ese colchón que ya nadie querría ni regalado porque los resortes ya están tan apachurrados que no los levantaría ni un milagro, ese mueble que ha estado arrumbado ahí desde que llegó el mueble nuevo, las monedas que durante años y años guardó tu madre con la esperanza de que algunos de sus descendientes se hicieran ricos, las revistas que ya nadie lee porque están ilegibles. En fin, todo lo que hasta tú creerías que es basura te lo comprarán por unas monedas.
Y unas monedas es lo que está pidiendo aquel hombre que carga una cobija en su espalda, junto con una mochila en la que no lleva nada más que sus ilusiones de llegar “al otro lado”: él viene con el tren que pasa a tan sólo unas cuadras de ahí y se irá también con el tren. A él no lo verás todo el tiempo pidiendo monedas como sí al señor de cabellera plateada que se aproxima a los autos que se paran en el semáforo para pedir también algunas, porque es ciego y su condición –él cree– le permite maldecir a quien no le dé e incluso golpear con su bastón a aquellos autos cuyos conductores no le hagan caso, ya sea porque de verdad deliberadamente no le quieran hacer caso o porque no pueden, pues hay que terminar de maquillarse y ya faltan pocas cuadras para llegar a la oficina, o bien porque hablan por teléfono celular mientras está el alto y seguirán hablando cuando manejen, aún cuando eso signifique que su capacidad merme en un 50%, al cabo que no hay agentes de tránsito cerca. Y aunque los hubiera.
Y mientras, en el autobaño de la esquina, la larga fila de autos augura un buen negocio; el conductor del minibús que se detiene porque hay pasajeros que desean bajar, recuerda que ya van varios días sin que barra la unidad que maneja, detalle del que pueden dar cuenta quienes van ahí, porque tienen que ir, aunque aquello esté hecho un verdadero basurero.
Unas cuadras adelante podrás ver cómo el caos en la ciudad se puede ejemplificar con la imagen de una glorieta: sorprendentemente quienes manejan al extremo izquierdo creen que pueden dar vuelta a la derecha, como si estuviesen en una calle perdida del pueblo más remoto del Sur del Estado, en el que no hay más que dos autos. Y por arriba, en el cielo, al que voltearías sólo si te tocara la mala suerte de que un minibús te pasara las ruedas por encima, se escucha un helicóptero desde el que se vigila lo que no se puede vigilar desde la tierra. Todos voltean a verlo, como voltean cuando escuchan el ulular de la ambulancia y no bajan la vista hasta que consiguen ver nada, pues no se ha sabido de alguna ambulancia que exhiba por las calles, en su recorrido hasta el hospital, el cuerpo herido de aquel que acaba de levantar en alguna calle por la que parecía no pasaba nada, pero pasa.
Pasa en tu cuadra, a la vuelta de la tienda que frecuentas y quizá unas cuantas cuadras más allá. Pasa aquí como en cualquier parte del mundo: lo mejor y lo peor, lo bueno y lo malo. No es nada más sino aguzar el sentido, observar con cuidado, voltear a donde nadie voltea para advertirlo. Levantar el mantel para ver lo que hay debajo de la mesa. O aceptar que has perdido el trabajo y que ya es hora de ir buscando otro y dejar de ir a ese parque a esperar a que ocurran cosas.
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