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Fatiga Crónica

Bien peinado y con los zapatos bien boleados

GUADALAJARA, JALISCO (31/DIC/2011).- Hay dos fijaciones que dejó en mí de manera irremediable mi padre: traer el cabello corto y la limpieza de los zapatos. Desde que tengo uso de razón y hasta que entré a la secundaria, a diario revisaba que trajera los zapatos no sólo bien boleados y con las agujetas amarradas, sino rechinando –literalmente– de brillo.

Primeramente se aseguró durante años de que no me faltaran zapatos. Y no precisamente comprándome muchos, sino surtiéndome de aquellos que en la escuela eran conocidos como del tipo “nunca me verás descalzo”: unos bostinianos clásicos con costura y decenas de agujeritos, zapatos que por supuesto odié (y sigo odiando) con el alma. Yo soñaba con unos muy estilizados y puntiagudos que mi papá decía ni de chiste me entrarían, pues según él tenía yo patas de tamal. “Tú ocupas zapatos de hombre y que te duren, porque tienes la pata muy dura”. Y sí, efectivamente, los desgraciados bostonianos aguantan mucho, pues por más que me empeñé a darles todo el día todos los días (hasta jugando fútbol con ellos, siendo el temor de mis amigos porque un puntapié en cualquier espinilla podía ser casi mortal) tenían que pasar años para que pudiera justificar que ya necesitaba otro par. De bostonianos, por supuesto.

Luego vendría una de las primeras enseñanzas en mi educación: para mi padre, todo hombre de bien debía no sólo tener los zapatos bien boleados, sino que además debía bolearlos personalmente. Para el efecto, nos compró a mí y a mi hermano un kit que consistía en una cajita de esas que traen los boleros de zapatos ambulantes, con todos sus aditamentos y hasta repuesto. Luego vendrían las clases: el zapato (siempre negro) debía estar completamente libre de polvo. Si era necesario había que lavarlo con una solución jabonosa y luego secarlo perfectamente. Acto seguido, sacar de la cajita la grasa, que según mi papá tenía que ser de la marca El Oso porque esa era “de la buena” (así como la crema para los tacos, de La Cotijense, pues) y con la brochita ir untando con ella todo el zapato como si de frijoles se tratara y hubiera que hacer un mollete. Luego a sacar el cepillo correspondiente y a darle y darle y darle y darle, hasta que la grasa estaba perfectamente impregnada al zapato. Con ello el zapato quedaba negro negro, pero opaco. Para hacer que brillara estaba la crema (también de El Oso, of course). Esta no se untaba con una brochita, sino con un paño especial y había que hacerlo como se unta sobre el cuerpo la crema, así más o menos. Ya después, gracias a la ciencia que siempre avanza, se inventó la crema y grasa a la vez, lo que ahorraba un paso en el proceso, pero años hubo que hacerlo así como lo describo: con el paño tenso entre ambas manos, jalando hacia un lado y otro, pasarlo por el zapato una y otra vez, de frente y de lado, hasta lograr que brillara. Un secreto era “dar calor” al zapato para que brillara más rápido, esto era: acercarse y dar un vaho sobre el mismo, como cuando limpia uno un espejo o los lentes.

Hacerlos chillar no cualquiera. Eso es el resultado de años de práctica y yo recuerdo haberlo logrado sólo algunas veces. Como que dependía no sólo del paño, sino de ciertas condiciones meteorológicas y no dudo que hasta de la posición de las estrellas.

La del cabello es otra historia. Así como dije que mi padre pensaba que un hombre de bien debía no sólo traer los zapatos boleados sino saberlos bolear, igualmente estaba convencido (y quién sabe si todavía) que el que alguien trajera el cabello ligeramente largo era signo de la más baja educación. Mi sueño era traer una gran mata, de perdida como la de Cepillín. Pero sólo sueño fue, porque mientras estuve en la primaria mi padre me llevaba a cortar el cabello casi cada mes. Hubiera deseado que entonces ya existieran las estéticas, pero no, había puras peluquerías y los peluqueros no eran, digamos, muy tiernos en su labor. Íbamos con uno muy gordo que pienso hoy que era alcohólico, porque siempre me daba el tufo mientras me rasuraba las patillas. Mi papá sólo decía: “casquete corto, por favor” y se sentaba a leer el Siempre! El peluquero iba por un banquito y lo ponía sobre la silla, me subía y luego la subía hasta el punto más alto, para alcanzar. Ese peluquero pensaba seguramente que era yo como esos muñequitos de plástico muy duro a los que hay que acomodarles la cabeza en la posición que se quiera con mucha fuerza. No me decía: “niño, mueve tu cabecita hacia acá”, sino que me la acomodaba como le daba su gana. Luego, sus tijeras no cortaban: mordían y eran constantes los jalones que muy seguramente a él ni le importaban. Pero lo peor venía después, cuando hacía su espumita con jabón chiquito, la ponía en la zona de las patillas y el cuello y sacaba luego su navaja que afilaba (afanosa e inútilmente como se verá más adelante) con un cuero que colgaba de la silla. Acto seguido iba por un cuadrito de periódico (regularmente era de El Esto) y lo ponía en mi hombro: en ese pedazo de periódico iría limpiando su navaja (hermosa combinación de jabón y pelo) al tiempo que rasuraba y tonsuraba mi cuello. De eso me daba cuenta no al momento, sino cuando me ponía alcohol que guardaba en una botella que había sido de colonia Sanborns. Cuando sepan ustedes que entonces no había doscientas mil marcas de gel como ahora, sino ni una sola, va a parecer que nací en el siglo pasado (y sí). Para conservar el peinado en su lugar y el copete paradito nos teníamos que peinar con jugo de limón. Por eso luego se nos andaban parando las moscas en la cabeza.

Por esto y muchas cosas más estoy seguro que no necesariamente todo tiempo pasado fue mejor.

david.izazaga@gmail.com
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