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Fatiga Crónica
Un parque en el que nada ocurre, y en que todo ocurre
Uno de ellos, el más pequeño (aunque en términos reales ocupa una manzana), se encuentra localizado en el cuadrante de las calles Justo Sierra, Santa María, Golfo de Cortez y Lincoln.
Lo primero que llama la atención es la gran cantidad de árboles con robustas copas, que superan en tamaño al menos cuatro o cinco veces a las casas de alrededor. La mayoría de ellos son pinos, de esos que casi todo el año sueltan una especie de hebritas que parecerían palillos chinos cafés mega dúctiles y que no son más que las ramitas secas, que se les han caído a los árboles al pasar del verdor a la sequedad. Estas ramitas se les pegan a los perros (sobre todo a los peludos) en sus cuerpecitos y luego es una gran bronca quitárselos.
El parque está hecho para circularlo desde cualquiera de los diferentes frentes, pues hay caminitos que lo conducen a uno desde un extremo al centro y luego de nuevo hacia afuera o a cualquier extremo al que usted quiera ir.
En el centro ya han plantado últimamente unas matitas que parece que sí prenderán, alrededor de las cuales hay cuatro bancas verdes (¿por qué todas las bancas de los parques son del mismo tono de verde y lo que es más: ¿por qué las bancas tienen el mismo tipo de aberturas tan incómodas para el delicado glúteo de uno, acostumbrado a lo acolchonadito? Es pregunta (posoye).
Todas las mañanas, un señor de edad, con barba de chivito y que va con una muleta, barre las banquetas del parque. Sí: deberían de verlo, porque es todo un ejemplo que, lisiado, se ponga a barrer todos los días. Él y otra señora ponen todo lo barrido justo en la esquina de Lincoln y Santa María, lugar al que debería de llegar también todos los días el carro de la basura, pero como no es así, se acumulan cerros de ramas secas y demás basuritas, a veces hasta por una semana.
Es el parque del romance (aunque de alguna manera todos lo son, cómo no), porque todos los días, como a eso de media tarde y hasta que comienza a oscurecer, son varios los coches que se estacionan, sobre todo sobre Lincoln, y los conductores se ponen a decirles primores a sus acompañantes. Luego se empañan los cristales de los autos, sobre todo cuando llueve.
Es también el parque en el que, por las mañanas, corren a su alrededor varias señoras con pants, mientras un señor (que tiene pinta de ex boxeador), se baja de su bicicleta y se pone a entrenar a su pupila: una chavita de no más de veinte años.
Es también el parque en el que está un monumento a la mujer, perdido entre las ramas y que nadie ve, a pesar de estar sobre Justo Sierra. Es el parque al que se van a degustar con calma sus paletas las familias y parejas que compran la suya en el negocio que está justo enfrente y que tiene nombre de isla neoyorkina.
Es el parque al que se van a comer los empleados del autolavado que está en Golfo de Cortez y Justo Sierra y que luego dejan ahí los huesos del pollo, las bolsas de papas y todo su cochinero sobre el pasto. Es el parque en el que en las mañanas ve uno a chavos encorbatados, subidos en sus autos, con su laptops en las piernas, aprovechando la señal de internet que es gratis.
Es el parque en el que hay una placa colocada en honor a los jaliscienses en el extranjero, que los perros mean con singular alegría.
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