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Fatiga Crónica
Banda contra banda
Si ponemos atención, sí hay una mayoría de público mayor de edad: los pocos jóvenes tienen pinta de ser más bien turistas. También hay muchos niños, correteando, jugando con balones de plástico o haciendo burbujas de jabón. De un lado parecen haberse juntado los boleadores de zapatos, quienes ahora platican, sentados sobre sus instrumentos de trabajo.
Y la música suena, mientras un señor, en una de las bancas de metal, parece inclinarse junto a otro demasiado. Y es que se está quedando dormido. Pasan algunos vendedores de dulces, la señora de las papas y uno que pide monedas para su camión, pero esta tarde, según parece, nadie trae ánimos de sacar algunas monedas. O están muy concentrados en la música. O las dos cosas.
Por uno de los lados, de manera sorpresiva, entra patinando un señor canoso (¡sí!, patinando y con esos patines de una sola línea), delgado, al que le pondremos que tiene más de 60 años y está muy conservado o menos de cincuenta y la vida lo ha tratado medio mal, lo que usted prefiera. Pantalones de terlenka café, con una barba rala y suéter morado, parece un chiquillo de quince, cuando para hábilmente frente a un niño de unos seis años que lo observa con una combinación de miedo y curiosidad. El patinador saca de su mochila que trae colgada en la espalda un Elmo miniatura, se lo coloca en un par de sus dedos de la mano derecha y comienza a hablar con el niño. No pasan más de diez segundos y el niño se da la vuelta. Entonces aquel hombre se quita al Elmo de sus dedos, se limpia el sudor de la frente con él y continúa su camino a sabrá Dios qué destino.
En eso, cuando todo parecía transcurrir en calma, un estruendoso y rítmico sonido de banda se apodera del ambiente, a mitad de la pieza que aún no termina de tocar la banda en el kiosco. Muchos son los que denotan una molestia a la interrupción, muchos quienes tratan de mirar hacia el lado de donde viene el sonido, pero nada se ve pues un camión del Ayuntamiento de Guadalajara (juzgados móviles, dice) estorba a la vista.
La banda del kiosco se muestra desconcertada, terminan de tocar y se marchan (pocos saben si es que ya se tenían que ir o si se indignaron) y entonces comienza la desbandada de gente que va a asomarse al lugar de donde viene la otra música.
Son seis niños de entre siete y 12 años que tocan con instrumentos que ellos mismos han fabricado: botes, mangueras, garrafones de agua cortados. Y no tocan mal para hacerlo con lo que lo hacen. En pocos minutos han logrado reunir al menos al doble de gente que escuchaba a la otra banda, en el kiosco. La gente se divierte, se emociona, les grita, les aplaude: les dan dinero. Mucho. Mientras tocan y cuando terminan. Una señora se acerca a preguntarles si tocan en fiestas. Dicen que sí y que cobran mil pesos la hora. Antes de seguir tocando y bailando, pasan a ofrecer su disco (se llaman “Resicleychon”) a treinta pesos. Muchos lo compran. Les toman fotos y película. En Youtube hay cientos de videos de ellos. Al final, el más chiquillo, le firma a una admiradora que le ha pedido su autógrafo.
david.izazaga@gmail.com
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