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En las faldas del volcán

Nuestras sombras se nos enredaban en los pies, como queriendo esconderse del solazo que caía a plomo sobre nuestras figuras

GUADALAJARA, JALISCO (28/MAY/2017).- Después de haber salido de Sayula -por fortuna bastante bien librados del ánima que dicen que ronda por ahí- seguimos nuestro caminar rumbo a las faldas del Volcán.

Al bajar a San Gabriel, tuvimos la agradable impresión de encontrarnos con un bonito pueblo muy ordenado, con sus casas pintadas de colores, abochornadas por el Sol del mediodía. Tan desierto estaba el pueblo que ni siquiera las almas en pena de Juan Rulfo se animaban a salir de sus rincones. Pese a ello, la sensación que teníamos de que mi tocayo Pedro Páramo se apareciera a la vuelta de cada esquina, no dejaba de inquietarnos. Pero no: nunca se apareció. Es más: nunca nadie se apareció.

Nuestras sombras se nos enredaban en los pies, como queriendo esconderse del solazo que caía a plomo sobre nuestras figuras verticales con hombros y sombrero.

Éramos unos hombres de sombras temerosas. Si ellas mismas huyen de nosotros -filosofamos- ¿Estaremos ya muertos aplastados por el sol? ¿O será que ya vivimos muertos entre los vivos? ¿O los que los que estamos vivos estamos más muertos que los mismos muertos? ¿Será por el sol? ¿O serán las sombras las que nos aterran mientras caminamos por las tierras de Rulfo?  

-Nada, nada, ¡un Gatorade y a la tiznada! Dijimos en un momento de lucidez mental.

Nos encaminamos sin vacilación -haciéndonos sombra con los árboles de la plaza- a la Casa de la Cultura del lugar para pedir información… ¿Información? ¿Información de qué? o ¿Para qué? -pensamos- Y sin embargo insistimos seguir pisoteando nuestras sombras en nuestro caminar.

Un silencio siniestro y ruidoso destanteaba nuestro intelecto recocido. El silencio fue en aumento al entrar al vetusto edificio -tan arreglado como desolado- arrinconado en una orilla de la plaza.

-¡Don Enrique, Don Enrique! gritamos casi en silencio, procurando llamar cuidadosamente la atención de quien se ocupaba de recopilar las crónicas de lo sucedido en el poblado.

Un bastón, unos lentes y un cigarro encendido, se aparecieron detrás de una puerta muy vieja y muy pintada, seguidos por un hombre pequeño llamado Don Enrique Trujillo quien, muy sorprendido nos miraba como si fuéramos parientes del Pedro Páramo tan mentado.

Las cámaras, mochilas, libretas, apuntes y gorros de campaña, con las que abarrotamos la enorme mesa del salón, rivalizaban con los alteros de papeles, botellas, lienzos, pinceles, reglas, escuadras y cuadernos, entre los que se abría espacio el señor aquel. Estábamos tal para cual: ambos rodeados por excesivos y extraños chunches sin oficio.

Un equipal de palma fue lo que nos ofreció Don Enrique para sentarnos a platicar allá afuera, en el viejo, muy pintado y más fresco portal de la casona.

Un incómodo silencio quedó en el aire.

-Yo quisiera más boruca- dijo al fin en son de broma tratando de romper el silencio que nos inhibía. El tema de Pedro Páramo no tardó en salir.

-Van como cinco veces que lo leo y no le entiendo- nos dijo. Estuvimos de acuerdo.

-Pero, don Enrique… me atreví… dicen que el hecho de no entenderle es estarle ya entendiendo- le dije de puntitas.

Sus lentes se empañaron. Agarró su bastón y se levantó cambiando de tema, para mostrarnos las pinturas en donde invertía las lentísimas horas de su tiempo. Nos despedimos.

La Hacienda de Apulco apareció más adelante en nuestro camino. Esa vieja hacienda, muy pintada y remozada, es ahora albergue para seis monjes que, encerrados en el claustro permanecen postrados veinticuatro horas en adoración al Santísimo Sacramento.

No hacen más que rezar y rezar todo el día, todos los días. Son seis chavos rondando los treinta y tantos años, que rezan y rezan sin cesar. Pero los domingos… ¡Ellos venden pizzas en la esquina de la casa conventual!

Seguimos invadidos por el surrealismo -recapacité-.

Rulfo, ¡creo que ya te empiezo a entender, porque sigo sin entenderte! -pensé para mis adentros-.

Seguimos recorriendo las calles desteñidas por el solazo en dirección a los llanos de allá afuera, no sin el temor de que fueran a convertirse en llamas. Tierras de Rulfo: Tierras oníricas.

 Caminen por ellas y dejen volar su imaginación.

Pedro Fernández Somellera

pedrofernandezsomellera@prodigy.net.mx

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