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El asueto de la raza
A eso vinieron las mil almas, a ser felices. Aquí no hay marcas ni cuerpos esculturales ni etiquetas que interrumpan la felicidad
“El agua es el agua”, dijo hace un rato Claudia Macías, que muy temprano llegó con otros 19 Macías a la calle Río La Barca, entre González Gallo y R. Michel, donde cinco piscinas de líquido helado y hervor humano parecen ser la medida exacta para las familias de 20. La de los Macías es muy cooperadora, por cierto; a uno le tocó cargar los camarones, a dos la olla del cebiche, otro trae las tostadas, el siguiente se hizo cargo del pollo y los más chicos de la salsa, los refrescos y las pelotas. Mientras arquea sus cejas tatuadas y sacude sus rizos rubio koleston, Claudia Macías afirma que ella y los suyos estaban hartos la sal y ganosos de quitarse el calor. Por la primera razón viajaron desde Ixtapa Zihuatanejo hasta Guadalajara. Por la segunda están encantados con el ambiente del Lindo Michoacán, donde la gente mojada dibuja un paisaje que nunca se está quieto: “Queremos probar el agua dulce”, dice Claudia Macías, antes de aventar sus 70 y tantos kilos a la piscina olímpica.
Son las dos de la tarde y durante el día han entrado unas mil almas al parque acuático, calcula el cobrador, administrador y dueño del sitio, Rogelio Guízar. Pero esa cifra es nada, añade, un poco apesadumbrado. Hasta hace pocos años, 10 o 15, uno podía encontrarse hasta dos mil personas un Viernes Santo. Pero, añade, un día la gente prefirió irse a relajar a los centros comerciales, la pantalla de su computadora, los parques extremos: “Total que tenemos mucha competencia, incluso con la gente más popular, que es la que nos visita”.
Más popular es el eufemismo de más pobre. De las rutas 644, 175, 371, 622, 55 y otras que pasan cerca del Lindo Michoacán, han descendido desde la mañana decenas de mujeres, hombres y niños que salieron de sus casas, en las favelas de Chulavista y Santa Fe, en Tlajomulco; la colonia Las Liebres, Las Juntas y Juan de la Barrera, en Tlaquepaque; Miravalle, en Guadalajara, El Trece, en El Salto. Los muchachos se tatuaron a San Judas, el rostro de la novia, a la Virgen de Guadalupe y al escudo de Las Chivas del Guadalajara. Ellas cargaron con las bocinas y una memoria USB con música del sicariato y de Jenni Rivera. Los niños han aprendido a cuidarse solos. No la hacen llorona cuando a falta de chanclas y exceso de velocidad se resbalan alrededor de las albercas.
Nadie hace bronca. Nadie se fija en que si la marca, el bikini de moda, el bloqueador solar, los calcetines negros.
Guardadas las proporciones, así debió haber sido siempre. Rogelio Guízar, el administrador y heredero del balneario, relata que la vocación del Lindo Michoacán fue una casualidad. Sobre la hectárea y media donde todos hacen fiesta hoy, Jesús Guízar, originario de Cotija, Michoacán y abuelo de Rogelio, tenía unas tierras de cultivo y un estanque, para almacenar agua de riego. Hace 75 años, cuenta Rogelio, hubo una escasez de agua en Guadalajara y las mujeres del Oriente de la ciudad comenzaron a aprovechar el estanque para lavar la ropa de su familia. Mientras ellas lavaban sus chiquillos nadaban en la pileta. Luego se fue corriendo la voz. Luego llegaron más. Luego a Jesús se le ocurrió cobrar el paseo. Luego, cambió las tierras de cultivo por cinco piscinas. En los años setenta y ochenta, durante el apogeo del parque acuático, la gente se aglomeraba en el sitio con tal de ver a las figuras de la lucha libre local, que con sus cuerpotes de tinaco iban a asolearse, a veces con máscara, y a nadar a la alberca olímpica, que también probó del cuerpo del campeón olímpico de los años cincuenta, Joaquín Capilla. Hace 20 años las albercas dejaron de ser atractivas por sí solas y el Lindo Michoacán instaló el primer tobogán…
Ahora la entrada cuesta entre 60 y 30 pesos y hay reglas para usar el balneario. Una de las más extrañas es que nadie se meta a las piscinas con ropa de mezclilla. Es curiosa porque, excepto la mezclilla, el resto de los tejidos de la industria textil está permitido: nylon, algodón, terlenca y chifón en todas sus presentaciones; blusas, pantalones, faldas, vestidos, fondos y calcetines.
“No es justo, oiga”, refunfuña Silviano Campos, que todavía no se ha resignado a que nomás se remojará los pies en el chapoteadero, con los pantalones de mezclilla arremangados, cuando viene un guardia a decirle que ni los pies puede meter, mientras traiga el pantalón de esa tela que está lavado, se nota, pero conserva las manchas tercas que deja la albañilería.
La molestia de Silviano tiene fondo y forma emocionales. Es la primera vez en la vida que su único hijo, Iván, de ocho años, conoce una alberca. Silviano, su mujer e Iván llegaron temprano desde El Trece, una colonia de El Salto, cercana al aeropuerto internacional. Antes la familia debió elegir entre comprarse trajes de baño o una orden de camarones a la diabla, para comer durante el paseo. Eligieron los camarones, con resultados nefastos. Silviano y su mujer, ambos enfundados en mezclilla, se quedaron con las ganas de echarse un baño, mientras el pequeño Iván —menos mal—, pudo contarla porque se metió al agua en trusas.
En cambio Silviano, su mujer e Iván serán los reyes del gourmet en un Lindo Michoacán en el cual las tostadas son el plato común en las cinco áreas de comedor los alrededores de las albercas, el pasto y bajo la sombra de cuatro laureles frondosos: tostadas de jamón, de cebiche, marlin, cueritos, pata, atún o ya de perdida de crema, jitomate y cebolla, acompañadas de hartas cervezas.
Saciada el hambre la fiesta volverá a comenzar en el agua o afuera de ella, porque a eso vinieron las mil almas, a ser felices, y aquí no hay marcas ni cuerpos esculturales ni etiquetas que interrumpan la felicidad de un Viernes Santo, en el cual hasta un bañista con calcetines es bienvenido.
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