El Mogote de Oaxaca, tan valioso como olvidado
Oaxaca no tiene fin. Sin embargo, en esta ocasión nuestros intereses eran diferentes
GUADALAJARA, JALISCO (20/AGO/2017).- Nuestra intención era conocer Oaxaca por dentro y por fuera, alejándonos del turismo para ver cosas por lo general ocultas al visitante normal. Si bien todos esos lugares tienen su propio encanto: pongamos como ejemplo el convento de Santo Domingo con sus ‘humildes proporciones y decoración’. Las nieves de tamarindo con chapulín de ahí de frente al atrio. La casa donde se hospedó Benito Juárez, y la Plaza Principal llena de música, cantos y cuentos. El sabor de las deliciosas tlayudas del mercado entre el griterío de la gente. Los excelentes platillos de los restaurantes, o el simple gozo de convivir con la gente y bromear con quien sea para enterarte de sus cuitas albureras. En fin; Oaxaca no tiene fin. Sin embargo, en esta ocasión nuestros intereses eran diferentes.
Como de antemano habíamos convenido con el taxista nuestros deseos, y el tiempo y costo de ellos, le pedimos que se encaminara rumbo a Etla, (12 kilómetros al Noroeste de Oaxaca) donde sabíamos que había una hermosa y antigua fábrica de textiles (luego les platico de ella) convertida en museo, en donde de seguro encontraríamos mucha “tela de donde cortar”, pero en cuanto le dijimos que antes de eso queríamos ir al Mogote -un sitio arqueológico poco conocido y casi abandonado no muy lejos de ahí- su disgusto fue evidente.
-¿Al Mogote?- Nos preguntaba incrédulo.
-Ahí no hay nada, y el camino está fatal, además está muy lejos- insistía tratando de disuadirnos.
-Compa- le dije -así fue el trato y punto. Arranca para allá, o arranca para la demarcación de policía: lo que tú prefieras- aclaré en son de broma. Con una fingida sonrisa tuvo que reconocer el trato, y en un dos por tres llegamos a San José Mogote.
Al llegar a la antigua “Hacienda del Casique”, donde se encuentra el pequeño museo con las piezas arqueológicas que buscábamos, un franco y bien construido portón de madera nos cerraba el paso. Sobre él había una nota manuscrita que decía: “Si quiere entrar llame a tal y tal teléfono con la Señora Licha”; así es que decidimos probar suerte desde nuestro celular.
Una voz femenina, ruda y enérgica, brotó de mi teléfono -¿Quién es? ¿Qué quiere?- A lo que armándome de enjundia y seguridad le contesté -Soy Pedro Fernández y quiero ver el museo-.
-En unos quince minutos voy pa’ allá- nos dijo esa voz que supusimos sería de Licha.
No habían pasado cinco minutos cuando para nuestro azoro, una señora muy joven y de bonita presencia, se presentó con un puño de llaves en una mano y una niñita en la otra, acompañada claro, por otra mujercita casi de su misma edad (chaperón por si las dudas) para abrirnos el portón de la hacienda.
-Oye tu… pos’ esta no abre, cual será, tú que le entiendes- se decían entre ellas apenadas dándole vueltas al manojo de llaves de todas clases.
A las mil quinientas, un rechinido de bisagras nos indicó que las viejas puertas ya nos daban paso a los tesoros escondidos en las pequeñas habitaciones. Nuestros ojos no daban crédito a las piezas exhibidas dentro de las bien puestas y cuidadas vitrinas. Toda esa mañana gozamos con una enriquecedora visita privada, emotiva y campirana, acompañados por esas gentes, y en ese pequeño museo tan olvidado (el taxista se quedó en su coche enfurruñado).
Ante nuestras expresiones de alegría y admiración, nuestras anfitrionas -a quienes nosotros mismos les explicábamos el significado de cada pieza- nos confesaban que antes había muchas más figuras y más bonitas pero en cuanto llegaron los del INAH todas desaparecieron (historia que hemos escuchado en casi cada sitio que visitamos).
Una escultura de unos 50 cm tallada en jade, representando a un personaje erguido es una belleza. Un enorme incensario con la cara de un enrojecido personaje al que le llaman “El Diablo Enchilado” es otra joya. Pero lo que más nos cautivó, fue una pequeña escultura de barro que representa a un ser mitológico que pareciera estar volando, con un aparente mazo de mando en su mano derecha y una especie de hato de plumas en la otra. La capa sobre su dorso es más que ejemplificativa de su actitud de vuelo. Es la más sorprendente escultura de la época -en barro cocido- que hayamos visto; quedamos gratamente sorprendidos con el hallazgo.
Ampliamente recomendamos la visita a este sui géneris museo, y al casi desaparecido sitio arqueológico que ya existía siglos antes de Monte Albán quien, al lograr su grandeza hizo que el Mogote perdiera su importancia y posteriormente su abandono (?).
pedrofernandezsomellera@prodigy.net