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Dos escenas del fin del mundo en tiendas de autoservicio
La gente estaba de mal humor y las filas parecían interminables, pero se salió con la suya
1 El viacrucis por un mueble
Liliana extraña que ir a este autoservicio de membresía no sea lo mismo hoy que antes. Lo ha comprobado ya varias veces los últimos meses, pero dice que esta ocasión ya fue el colmo. Pasó casi media hora buscando ayuda para que le atendieran. Cuando su paciencia casi se agotaba, fue en busca de “alguien” y se topó con una mujer que jalaba un carro con una pila de cajas. A medio pasillo y sin ir a donde estaba el producto, la “asociada” le respondió de mala manera y sin resolverle sus dudas. Liliana fue entonces directamente al mostrador de atención al cliente; una mujer con una seca amabilidad le resolvió su problema… a medias. Al final, pudo dejar “en custodia” el mueble que había comprado, pues era 25 de diciembre y no había servicio de fletes.
Cuando pagaba en una de las cajas, luego de más de una hora de espera, el único empleado amable de ese día le confesó: “Pues sí, andan todos de malas porque pues es Navidad y los hicieron venir a trabajar, crudos y desvelados”. Sam Walton estará revolcándose en su tumba, pensó Liliana.
Tal como había quedado, al otro día fue a recoger el mueble que ya había pagado. Esperando en la misma estación de atención al cliente, le tocó aguardar más de media hora (pensó que quizá la bodega de la que traerían su mueble se encontraba en El Salto). Mientras escuchó decenas de reclamos, algunos de ellos increíbles. Como el de una señora que llegó a regresar unas trufas de chocolate, porque las había comprado a mitad de precio, ¡en otra sucursal de la misma tienda! Cuando se cansó de esperar, preguntó por su mueble y de mala manera la empleada le dijo que se lo habían ido a traer. Un rato después, llegó un empleado, nervioso, a disculparse: le dijo a Liliana que a la mujer que el día anterior le había vendido el mueble, se le olvidó ponerlo en custodia. Es decir: no lo habían guardado, aunque ya lo habían vendido. La tarea era ir a los pasillos a ver si no lo había comprado ya alguien más.
Afortunadamente no. El mueble estaba ahí todavía. El viacrucis ahora consistió en hacer todo un trámite burocrático para demostrar lo que había sucedido: que si tenía un ticket de compra, no era porque ya se hubiera llevado el mueble. Más copias y firmas y credenciales de identificación que si fuera a solicitar un crédito PYME. De no ser porque en verdad le gustaba el mueble y estaba a buen precio, hubiera —dice— dejado todo ya ahí.
Cuando salió de ahí, satisfecha por tener por fin físicamente lo que había comprado, un sabor amargo recorrió su boca al recordar que aparte de lo económico había invertido al menos tres horas de su tiempo en hacer una compra.
2 El tostador invendible
Unos días antes del episodio del mueble, Liliana había acudido a otro autoservicio, pero de los comunes. No iba específicamente a comprar nada, sino a llevar a su madre a por algunas cosas para la cena de Nochebuena. Caminando por los pasillos vio un tostador que le gustó y recordó que el suyo alguien se lo había descompuesto. Al parecer era el único en existencia. Preguntó a la encargada del área, que buscó donde Liliana ya había buscado y luego se fue. Cuando volvió, 20 minutos después, le dijo que no estaba la caja, que tendría que ir “hasta la bodega” a buscarla, quizá pensando que la frase funcionaría como bálsamo para que la clienta desistiera de su compra. Pero no, Liliana, al contrario, tomó como reto al asunto y le dijo que esperaría lo que fuera. La empleada, encogida de hombros y malhumorada se fue a la bodega. Media hora después regresó sólo para decir que no estaba la caja. Y como no estaba la caja no se podía tener el código del producto, o sea: no se lo podía vender. Que lo dejara ahí. Cuando la empleada aquella se dio la vuelta, Liliana se fue a la caja con el tostador que cargaba desde hace rato como si fuera su bebé de tres meses. Ya ahí, explicó el caso, que la cajera no pudo resolver, por lo que llamó a la gerente o encargada de la tienda, quien se enfadó cuando escuchó la historia que le relató Liliana. Y tomó el caso como suyo: “¡Claro que sí te lo puedes comprar!”, le dijo como la personificación de Mamá Lucha. Y movilizó a varios empleados que vueltos locos fueron y vinieron con cajas y códigos. Hasta que uno fue el bueno.
Liliana salió de ahí pensando que si un día de verdad se acaba el mundo, el fin seguramente empezará en las tiendas de autoservicio. Y con los empleados negándolo.
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