Suplementos
Dos en un parque, en todos los parques
Siempre ella primero con los cafés, después él y todas las palabras y silencios que se guardaron
Todos los días, de lunes a viernes, están ahí a la misma hora. Todos los días pasan horas sentados en esa banca verde del parque que hoy está cubierto por una alfombra amarilla de hojas secas que crujen incluso ante el más leve viento.
La mayoría de las ocasiones, si no es que siempre, es ella la que llega primero, con dos vasos de café que previamente pasó a comprar a la tienda de conveniencia. Dos americanos grandes. Por estos días casi siempre trae con ella un abrigo gris y algunas veces una mascada, de esas que suelen regalar las tías solteronas en los intercambios navideños. Es alta, viste con colores serios, trae el cabello pintado color rojizo oscuro; se le nota que antes de llegar al parque, quizá en el baño de su oficina o quizá en el carro que ha dejado estacionado a sólo unos pasos, se ha dado una leve maquillada, puesto un poco de lápiz labial, casi con descuido, y arreglado un poco el peinado. Luego se sienta en la banca a esperar. No tiene que esperar mucho.
Él estaciona su auto detrás del de ella. Se baja con tranquilidad, tratando de disfrazar su ansia y camina hasta la fría banca. Ahora no importa nada ya: ahí está su café aún caliente, ahí está ella que le sonríe. Las siguientes horas las pasarán platicando y quizás dándose uno que otro abrazo muy ingenuo. ¿Será que los inhibe el lugar y los ojos de los que por ahí pasan, paseando perros o haciendo ejercicio? ¿O será acaso que los abrazos y besos apasionados vienen cuando ya no hay nadie que atestigüe?
Se nota que no les molesta la rutina, que les viene bien, que va con ellos. Porque podrían ir quizá a otro parque o a una plaza. Pero no: aquí están todos los días. Y cuando no están, seguramente es que se han quedado a trabajar horas extras, porque así se los han requerido. Es posible que trabajen en el mismo lugar y que pasen horas deseando hablarse y no puedan hacerlo y es por eso que cuando llegan a su cita diaria en el parque hablan y hablan y hablan todas las palabras que se han guardado para ellos durante el día.
Él no es tan alto como ella. Su piel es más morena y ambos parecen tener más o menos la misma edad: cerca de los cincuenta o recién pasados ya. Él casi nunca fuma, como ella que lo hace a diario.
Es raro que le presten atención a lo que sucede a su alrededor: no escuchan el chillido del carrito de camotes que circula por debajo de la banqueta, no se sobresaltan con las luces rojas y azules de la patrulla, no reparan en el niño que va pateando un bote, ni en los perros que olfatean sus zapatos; si acaso interrumpen su plática por unos segundos o bajan el volumen de su conversación si alguien pasa frente a ellos y voltea a verlos a los ojos.
Hay ocasiones en que no platican, en que se quedan serios, como si cada uno de repente pensara en sus pendientes más urgentes, que han dejado fuera de este parque. ¿Serán casados? ¿Estarán divorciados? ¿Tendrán hijos? ¿O serán acaso solteros que aún viven cuidando al padre o a la madre enferma y no se animan a confesarle que existe alguien en su vida?
Ha habido ocasiones en estos meses —pocas en realidad— que pasan algunos días y no están en la banca y nunca llegan. Y el parque se siente más solo que de costumbre, como si alguien hubiera talado dos grandes árboles y el hueco fuera evidente a la vista de cualquiera. Y de repente, un día cualquiera, aparece ella de nuevo —siempre ella primero con los cafés— y unos minutos después llega él y el parque parece volver al color que le pertenece.
¿Seguirán ahí mañana también? ¿Y en un año? ¿O cinco? ¿No será que en realidad son ellos los que observan —a los que corren, a los que van a la tienda o pasean a los perros— y no son ellos los observados?
¿No será que son ellos los que con su mirada —uno viendo al otro— sostienen el equilibrio del mundo para que no se caiga a pedazos?
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