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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (11/FEB/2012).- Dos veces la luna. La caja del agua, en lo más alto del muro del fondo del jardín, acaba de iniciar su tempranero juego de luces: trasmuta así los primeros resplandores del Oriente en un fugaz abanico de reflejos que despierta la savia en los follajes aún a oscuras. Pero esta mañana el cuadrángulo de los destellos tiene un exacto compañero: el disco de plata, cercano y fulgurante, navega a su lado, y brevemente hace el contrapunto y el eco de una ceremonia de luces y misteriosos llamados. Otra noche la luna es una moneda de líquida gloria que va describiendo la parábola exacta rumbo a la alcancía del agua. Pasan las horas y una luz como de aparición deja sobre los mosaicos un invisible rastro de lejanía cumplida, una huella irrefutable del universo en traslación y fuga.

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Canción del fuego fatuo. Manuel de Falla quizás quiso retratar en este breve pasaje la indescifrable danza de las lumbres de San Telmo en las noches fantasmagóricas del mar. El caso es que el guitarrista Augusto Agcaolli interpreta durante un minuto y cuarto (en youtube) la frase intrincada e insistente que convoca el chisporroteo legendario que afirmaban los marinos haber visto entre los cordajes sombríos de sus naves. Sin embargo, un loop obsesivo del tema logra el prodigio de inducir la hipnosis liviana y radical, la íntima certeza de la duración y la gracia que produce la inmemorial contemplación del fuego.

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Charles Dickens cumple 200 años. Inevitable rendir homenaje y recuerdo a un narrador que ha sabido poblar la imaginación de muchas generaciones con historias, personajes y lugares cuya ficticia realidad es ahora más cierta que la frágil circunstancia “real” que día con día se va disolviendo. Oliver Twist o la Historia de dos ciudades, Samuel Pickwick o Fagin, perviven ahora en esa deslumbrante vieja tienda de curiosidades, maravillas y desastres, que es la obra dickensiana y cuya novedad, utilidad y aún inspiración han gozado y agradecido millones de lectores a través del tiempo. Un epitafio que circuló días después de la muerte de Dickens decía: “Fue un simpatizante del pobre, del que sufre, del oprimido; y por su muerte, uno de los más grandes escritores de Inglaterra se pierde para el mundo.” Resuena a cada vez la primera línea de ese relato espléndido que retrata, en los tiempos de la Revolución Francesa, a las ciudades de Londres y París; vuelven las anchas tardes venturosas habitadas por la lectura tranquila, por la música pausada de unas palabras: Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos…

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El mamut de Catarina hace 50 años. En los llanos polvorientos que alguna vez fueron lagos fue el hallazgo. Poco tiempo después, en 1963, ya estaba expuesta la osamenta colosal en una sala del viejo Museo del Estado. Aquello no se parecía a nada que aquellos niños asombrados pudieran haber visto, y la presencia fabulosa del animal antiquísimo abrió sin duda para ellos una puerta esencial, definitiva: la del tiempo que hacia atrás se desdoblaba. Podían ser nueve mil, podían ser 25 mil años antes de Cristo: tal es la edad que el nuevo habitante de la ciudad, desde esa sala que daba a la plaza del Dos de Copas, llevaba consigo. Considerando la recia estructura del animal, la lección insuperable de la ingeniería de sus partes, los colmillos enhiestos que le ayudaron a traspasar sus afanes, la actitud precavida y beligerante que todo su gesto transmite, quién diría cuáles fueron, para las legiones de niños atraídos por el prodigio, las claves entendidas, el bastimento luego para el camino.

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Wislawa Szymborska, 1923-2012:

No existe vida
que, aun por un instante,
no sea inmortal.

La muerte
siempre llega con un instante de retraso.
En vano golpea con la aldaba
en la puerta invisible.

Lo ya vivido
no se lo puede llevar.

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La invención de Hugo Cabret es una peculiar película, un fastuoso espectáculo, una fábula moral y, al final, una imprevisible y agradecible creación del maestro Martin Scorsese. De las tantas recreaciones de París, sin duda es esta una de las más memorables. La riqueza visual y humana propuesta por la película, su lograda densidad como entramado para desarrollar una historia que es un homenaje a Georges Meliès, a la invención, al humor y la fantasía, vuelven a esta cinta ciertamente muy recomendable.

Los descendientes, por su parte, es un interesante retrato de un Hawai cotidiano y poco turístico. Hay en el fondo de la historia de la familia de Matt King (George Clooney en una muy solvente actuación y usando una alarmante colección de camisas estampadas) una extrañeza radical: ¿de quién es esta tierra (cualquier tierra)? ¿Cómo llegar a los otros, a los próximos? ¿Cómo despedirse de gentes, odios, amores y posesiones? Hay una colección de caracteres bien logrados, una agridulce mezcla de situaciones, una eficaz y a ratos elegante dirección de Alexander Payne.

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Una frase de J.R.R. Tolkien que podría ser la inscripción sobre el umbral de una de las múltiples entradas de su enigmática obra, y que podría ser una clave para el tránsito de algunas de estas jornadas: “Todo lo que es oro no brilla; no todos los que vagan están perdidos”.
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