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Diario de un espectador

jpalomar@informador.com.mx

GUADALAJARA, JALISCO (17/DIC/2011).- No acaban de dar las siete y ya las sombras son dueñas del jardín. La estación profundiza su calado, lleva su latitud rumbo al extremo, unos días más para el solsticio. La luna mide la distancia a la única estrella que la ciudad no ha borrado con su brocha de humo. Sigiloso y artero, el gato vigila los movimientos de la mariposa que asedia la lámpara. Pasa el último camión y una calandria desvelada avanza por la calle rumbo a otro día.  

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Is everybody in?
The ceremony is about to begin.

Las puertas al final de la infancia. “No era una sola, prosigue, eran varias, muchas”. Mueve la cabeza como en señal de un antiguo asombro y afirma: “Nunca se sabe lo que estaba al borde de ese disco negro, de esa portada en la que una muchacha de pelo con brillos anaranjados abría la puerta como lo hubiera hecho una reina. Puedo dibujar la escena, mira: un callejón de piedra oscura bordeado de fachadas de ladrillo del color de la tristeza, de ladrillos llovidos por decenios. La mujer está en el umbral de una casa, y  viste –ya lo dije– como una reina y su túnica es la única nota de alegría en el callejón sombrío. Frente a ella, un niño de seis o siete años se inclina como reverenciándola. Pero sostiene en la mano extendida un pandero, en espera de alguna moneda”. Se detiene, parece mirar algo que no alcanza a distinguir; frunce los ojos, apura el tequila, continúa: “Todo estaba en saber qué música era la que el niño cobraba. Y de ahí a poner aún más atención en el disco, a oírlo una y otra vez. Era como una intoxicación: una voz grave, un teclado sinuoso, un sonido que no se parecía a nada de lo nunca oído. Aún no entendía una palabra de lo que esa voz pudiera estar diciendo, pero su sentido más hondo levantaba a aquel niño, fiero e indefenso a sus 12 años. Comprendía. Las puertas de la infancia, en medio de aquel tropel de sonidos, se cerraban para siempre. Muchas otras se abrirían desde entonces. Fue así como despedí mis años de inocencia, fue así como se abrieron para mí las puertas de nunca regresar: oyendo un disco de los Doors”. Sigue un silencio en el que el humo del cigarro parece intentar una canción liviana e inaudible. “Por eso, cuando quiero volver, entrar un momento en esos años de luz y apariciones, de caballos galopando en la noche, de mujeres de pelo anaranjado que prometían la gracia, dibujo de memoria aquel callejón sombrío, atiendo a la voz de Jim Morrison que decía ‘Then you came along with a suitcase and a song…’”. Vuelve la vista al humo, se calla. Al fin dice: “¿Tú crees que se parece esto a las historias que Marlowe, el de Joseph Conrad, contaba?” Sigue lloviendo en el callejón.

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Una pequeña muchedumbre se congrega sobre una mesa de la sala. Sus integrantes se agrupan al cobijo de un nudo de madera que es una gruta perdida en las llanuras cercanas a un pequeño pueblo levantino. Entre las sombras que oscilan con el parpadeo de las luces pueden distinguirse dos o tres borregos, un buey, el aura tenue de algunos ángeles. Una mujer tocada por la gracia, un señor de aire cansado, tres reyes magos que están siempre por llegar. Las figuras van y vienen, buscan distintas posiciones, esperan. Dos niños ensayan con ellos la composición de una escena que habría de cambiar para siempre el mundo.

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La cancioncita necia. Se la encuentra al pasar, como una mulita empecinada, siguiendo su camino al ritmo de su tonada machacada una y otra vez. Parece que siempre ha estado allí, que no tiene otra cosa que hacer que insistir en aserrar la calma del día a punta de una guitarra y de un tambor. Cualquiera diría que los ventarrones de las modas la hubieran barrido de las posibilidades del radio. Pero he aquí que asoma las orejas inopinadamente, brinca a la mitad del foro, comienza su número desgastado y barato, como un mago de ranchería. Y de los guantes dudosos, de la chistera apenas reconocible salen poco a poco las mismas notas. Y todo vuelve a empezar.

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De José Moreno Villa:

La verdad
Un renglón hay en el cielo para mí.
Lo veo, lo estoy mirando;
no lo puedo traducir,
es cifrado.

Lo entiendo con todo el cuerpo;
no sé hablarlo.

Dejadme continuar la calle
que empezó Adán

Dejadme continuar este pequeño tramo,
que no sé quién encomendó a mis facultades.

Tengo las piedrecitas, la mezcla, las palas,
el cemento y el mazo.

Es una calle larga, como sabéis;
cada hombre ha de hacer su mosaico,
cada hombre que sepa hacer calles.

Dejadme que rinda mi trabajo.
No me pidáis que pode los árboles,
ni que levante edificios,
que dirija barcos o coches,
o que lleve el Libro Mayor.

Yo no sé subir a un trapecio,
no puedo amaestrar animales,
actuar para el cine,
ni disparar sobre un gorrión.

Sólo haré bien lo que sé; dejadme
con mis piedrecitas preparadas para la calle.
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