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Diario de un espectador
jpalomar@informador.com.mx
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México deglute lentamente a sus pasajeros y va formando una masa que se coagula y fosforece a lo largo de calles sin término. La paciencia que la ciudad cobra como moneda de cambio se transforma en inesperados regalos que aguardan detrás del humo de los camiones inmóviles. En una ventana polvorienta, junto a la desvencijada persiana que lleva allí cuarenta años, un gato pardo preside la escena con una calma inescrutable y sabia. Desde el interior de un bar que se llama La Estrella salen los resplandores del alcohol y la furia, y una música levemente audible explica el motivo de la reyerta. Un edificio que ayer apenas era nuevo, todo de aluminio y vidrio, exhibe su triste vejez de galán fracasado. Los aviones que pasan cada vez más bajos indican la proximidad de la salida del largo laberinto.
En la azotea del taller la señora riega el jardín con la misma paciencia que hace crecer las plantas. El bosque de Chapultepec, enfrente, sigue su lento desfile y los estruendosos camiones dejan, como peaje, un reguero de hojas arremolinadas en la entrada. Por las ventanas salen las puntas encrespadas de los proyectos y las fotografías del satélite, cubiertas de rayones, cubren las paredes.
La casa verde renueva su trayecto como una breve caravana que se pone en marcha. Lleva dos o tres ramas de más, un níspero en flor, músicas que se suceden, el olor del té ya tarde en la noche. Conversaciones que sin duda quedarán para bastimento. David Bowie canta Absolute beginners.
La casa de Tacubaya descansa sus muros más altos contra el pirul rampante: es de esas ramas oscuras de donde tal vez obtiene sus poderes.
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Del Libro de la almohada de Sei Shônagon, cortesana, siglo X. “En una brillante noche de luna un mensajero entregó una nota en la antecámara donde yo estaba. Sobre un pliego de magnífico papel escarlata leí las palabras: “No hay nada”. Fue la luz de la luna lo que convirtió esto en algo maravilloso; me pregunto si lo habría disfrutado apenas en una noche lluviosa.” En otra parte: “Una vez que había ido al templo de Kiyomizu para un retiro y oía con profunda emoción el alto grito de las chicharras, un mensajero especial me trajo una nota de Su Majestad escrita en un pliego de rojizo papel de China: Cuenta cada eco de la campana del templo/ Mientras dobla las vísperas al pie de la montaña./ Entonces sabrás cuantas veces/ Mi corazón late por su amor a ti.// ‘Qué larga estancia haces’, ella agregaba. Como había olvidado traer un papel apropiado, escribí mi respuesta en un pétalo de loto púrpura”.
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Postal. Peter Gabriel canta lentamente una canción que creíamos haber entendido, mientras las cuerdas revelan otras cosas insospechadas. El canal de Suez se extiende con trazos decididos rumbo al azul Mediterráneo; el panorama es despejado y un camino muy blanco se esfuerza por mantenerse pegado al camino de los barcos. Las montañas hacia el este llegan como en olas encrespadas hasta el borde del desierto innumerable. La sombra de la cordillera se alarga rumbo al levante y las caravanas, exactas en su traslado, dejan una huella que durará muy poco. En Ismailia, en el patio de las oficinas de la Compañía del Canal de Suez, una sucesión de extraños arcos de trasuntos hindúes enmarca un busto del Barón de Lesseps; y la mirada de la estatua insiste en señalar el sur. En Kantara los camellos, interperritos, se embarcan para cruzar el trecho en que su humilde majestad navega por las aguas. El faro de Port-Said es amarillo; dicen los guías que su silueta se puede ver desde muy lejos, desde atrás mismo de los cerros distantes.
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Música: la potencia que las canciones de Gabriel adquieren con la propulsión de la orquesta que ahora lo acompaña conduce a conclusiones inesperadas. Cada palabra gravita bajo fuerzas que las trastocan y afilan, los versos se alargan, alcanzan alturas distintas, siguen resonando, de otra manera, largo rato en la memoria.
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Ciclos y viajes, peregrinaciones por el filo de los calendarios raudos. Transcripciones de lo mismo que va cambiando y queda. Transita hasta el satélite el recado, y algo de ese trayecto estelar regresa a vuelta de correo: una marca imperceptible y definitiva. El poeta habla de Pound, de la condensatio. Francisco Martínez Negrete asiente, saluda los renglones. Va para él la transcripción siguiente.
Actuaciones del frío
Desciende de las alturas
como un pájaro delgadísimo y vasto.
Opera por acumulación,
como quien aplica múltiples e invisibles capas
de un barniz imposible.
Los cuerpos reciben así noticia
de los andamios más elevados del aire.
A fuerza de insistir,
de empecinarse en el descenso,
el frío de la madrugada
conduce a la vigilia.
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