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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (08/OCT/2011).- Atmosféricas. Hojeando un viejo álbum de postales de Marsella se advierte la singular presencia de una espectacular estramancia que se llamó el puente transbordador. Cosas que se construyen, cosas que caen. En 1905 fue erigido por el arquitecto Ferdinand Arnodin. Su propósito fue el de unir los muelles del viejo puerto con la Ribera Nueva, a 240 metros. Como su principio se basaba en no obstruir la navegación de los barcos más altos que entraban y salían del puerto, los dos grandes pilones del puente, de casi 90 metros de altura, se unían por una armadura horizontal suspendida 50 metros arriba de las aguas. De allí pendía una espaciosa canastilla que iba y venía llevando carga y, bajo unos techitos más bien coquetos, pasajeros. Todo muy de verse. Ya para 1930, por falta de dinero para mantener todo el tinglado, el puente era un discutido objeto decorativo. Los marselleses decían que era su propia Torre Eiffel: como pasó con esta estructura en París, muchos no la querían ni ver. Los pintores paisajistas la omitían de sus composiciones. Otros estaban orgullosos. La guerra se encargó de zanjar el asunto. En 1944 los alemanes demolieron uno de los pilones para obstruir la entrada del puerto; un año después el resto fue dinamitado. Quedan ahora estas imágenes entre melancólicas y optimistas del gran ingenio modernizador marsellés que corrió con tan mala fortuna. Bajo la pérgola y sus huestes vegetales, suspendidas también sobre el nivel de los pasos, la navegación de los días prosigue. La lenta combustión del óxido y el tiempo igual avanza. Un racimo de flores anaranjadas desafía alegremente el embate de las mudanzas. El álbum, quizá un poco más pálido, dura aún, bajo la luz que asciende.

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Mariana Yampolsky decía que no podía accionar el disparador de su Hasselblad hasta sentir con claridad que el objetivo “llenaba” totalmente la cámara. Después de haber oído esto, hace años, es imposible cruzarse con una colección de fotografías de Mariana sin percibir esta calidad de plenitud que sus composiciones desbordan. Una plenitud que se deriva primero de una mirada atenta; y más: de una mirada profundamente involucrada con sus sujetos. A cada vez, era un cuerpo a cuerpo entre el trozo de realidad seleccionado y el ojo avezado y entrañablemente humilde de la fotógrafa. Un tomo llamado Formas de vida (publicado por la Fundación Mariana Yampolsky) da cuenta de esa mirada mirando, una y otra vez, las plantas mexicanas. Unos órganos estoicos custodian la entrada de una escuela en el campo: la sombra de sus espinas se recorta contra el muro de piedra blanqueada; el esplendor de unas hojas de palma revela la refinada arquitectura de su crecimiento; tres niñas morenas y ojos de capulín sonríen maravilladas: cada una lleva una corona de flores pasmosas; los brotes del helecho erigen contra el mundo la fuerza inexpugnable de sus espirales enigmáticas y esenciales. Dice Coral Bracho: “Encontrar lo esencial en la expresividad de las formas, el rasgo justo, capaz de sugerir, de emocionar, de hablar por ellas. Y luego aislarlo o reiterarlo –mostrando toda su fuerza y su plenitud– parece haber sido el propósito de Mariana en buena parte de sus fotos”.

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La Alemana cumple sus rutinas con puntual buen humor. Un poco más y arranca el piano con la tonada bien conocida. Suben el tequila claro y la cerveza oscura, las ahogadas aparecen con la amable amenaza de sus fragores, los comensales arriban como después de largos viajes. Y a cada vez que aquí se sientan se sabe pues que las veces decrecen y a la vez –quién sabe– que el hilo sigue. Saludes y bienvenidas.

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La Colección Jumex en el Hospicio Cabañas. Es un gusto encontrar en estas mismas salas una selección de notables piezas de arte contemporáneo debida al entusiasta Eugenio López. Da qué pensar la significativa contribución tapatía a esta peculiar reunión de obras y talantes. La casa de Luis Barragán, toda de plateado ella, comparece. También desfilan tres barcos muy delgados.

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México se carga a sí mismo en lo más espeso de su tráfico imposible. Como una batería arcaica, desvencijada y potentísima, la ciudad emite las ondas de una energía antigua y difícil. Todo se detiene, alguien pita demencialmente, la fachada de La Votiva saluda a quien se acerca.

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Come en casa Borges/ Borges por Bioy. Llegar al final de este libro monumental es otra despedida. Millar y medio de páginas después algo más sabemos de Borges, algo más de la amistad y el tiempo. Libro irritante, minucioso, curiosamente impreciso u omiso en tantas cosas, fascinante, iluminador, intrigante en más de un sentido. Largo, lento homenaje del alumno de por vida al genio deslumbrante y porteñamente proteico. El doctor Johnson y Boswell como gran antecedente, por supuesto. Toda la literatura que al par de amigos concernía desfila por estas páginas. Despachan con un comentario ácido y discreto a sus colegas, admiran con reticencia, expresan sus devociones: Homero, Voltaire, Stevenson, Kipling, Macedonio Fernández, Paul Toulet, Chesterton, entre no tantas.  

Come en casa Borges: la frase se repite, a lo largo de 55 años, demasiadas veces como para contarlas. Bioy y su mujer, Silvina Ocampo, reciben siempre a Borges que llega rebosante de hallazgos, tropezándose, recitando poemas, expresando indignaciones y perplejidades. “Qué raro que…”, es un frecuente exordio para alguna observación, para ciertas enormidades regocijantes. Alfonso Reyes aparece una y otra vez. Borges habla y habla: Bioy hace notas, transcribe, reconstruye. “Vos y yo, en la medida de lo posible, tratamos de salvar la cultura en un mundo de barbarie…”. Fogonazos deslumbrantes: “Lo poético es misterioso. No depende tanto del sentido como de la cadencia y del sonido”. La ceguera avanza, y sin embargo, Borges comienza, en una noche cualquiera, una cansina disertación: “Anoche estuve leyendo…”; los ojos y la voz de su madre, de sus amigas, herramientas de la persistente lectura que para Borges fue la vida. Extrañado por su acento, un argentino le pregunta, tomándolo por un extranjero: “¿Cuándo llegó usted?” Without missing a beat, Borges contesta: “Hace trescientos años.” Cuando se fue a Suiza a morirse, declaraba muy serio que para morir cualquier lugar daba lo mismo. Pero pidió que sus restos fueran a dar a la Recoleta. Murió diciendo el Padre Nuestro en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español.
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