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Diario de un espectador
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Es fundamental para la ciudad recuperar la memoria de algunos de sus más preclaros hijos. Gracias a la comodona amnesia tapatía, a dos generaciones de distancia ya están borrosas las figuras de quienes en mucho contribuyeron a preservar y mejorar la cultura y la vida comunitaria de su tiempo. Del archivo personal de Luis Barragán proviene una copia del retrato intelectual que, a la muerte de José Arriola Adame, le dedicara a éste su gran amigo Efraín González Luna. El texto lleva como título Semblanza en amistad. De allí, es inevitable copiar algunas reflexiones profundas y luminosas que don Efraín escribiera en su elogio de un entrañable personaje tapatío del que se debería saber mucho más:
“El genio puede amontonar piedras de frustración en el camino de su admirador y éste tiene como misión y necesidad preeminentes removerlas, abrirse paso hasta encontrarse a sí mismo en el poema o en la armonía que no han dejado nunca de llamarlo. Supuesto un temperamento propicio, que es a una vocación lo que una vertiente a las aguas destinadas a su cuenca, tal vez podría establecerse una especie de regla de proporcionalidad entre el rendimiento del manantial artístico de un sujeto dado y la intensidad del conflicto interior que lo lanza a buscar sentidos, a desentrañar misterios, el propio en primer término, y a proclamar en mensajes vibrantes de sustancia personal el júbilo de los hallazgos o el tormento del afán inútil. Al aludir al rendimiento de la fuente, hay que pensar en el estilo de la corriente que de ella mana, sosegada o violenta.
“Si esta idea tiene alguna validez, si el arte es una virtud conflictiva, el grado de lo que llamamos tensión dialéctica interior, es decir, la vehemencia de un antagonismo existencial en el centro de la conciencia y de la unidad personal, determina parejas características de inquietud, de entonación patética, de fervor llameante, de ímpetu, de abundancia y densidad humana, en la actividad del artista, ya sea de creación y entrega, ya de inteligencia escrutadora, de revelación y goce, de comunión en suma.
“El hombre y su misterio, cada hombre con su propio misterio, el misterio original, único, de que es cada uno el único portador posible, el misterio que es cada persona y que sólo tiene una abertura: hacia Dios; este es el tema obsesionante o subyacente, enfatizado o preterido, de la literatura, del arte, de la filosofía, de la amistad, del amor; la pregunta sin respuesta. Conjeturamos partiendo de datos mínimos; pero necesitamos reconocer humildemente que nos separan de nuestros semejantes muros infranqueables. Hay, sin embargo, casos de excepción, personalidades egregias que irradian atracción, que despiertan presentimientos de claridad y de presencia a través del muro. No lo derriban, no lo agrietan siquiera; pero no les impide las señales, los conatos de mensaje cifrado en que apoyamos el precario andamiaje de una construcción interpretativa, siempre insuficiente y provisional”.
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Un encuentro repetido, y renovado, y gozoso, con alguna de la poesía más alta que por estos años se ha escrito en México. Habrá que volver después a hablar más largamente sobre la aparición de Anímula, la antología de la poesía de Jorge Esquinca, prologada por Vicente Quirarte y seleccionada y anotada por Hernán Bravo Varela. Para ilustrar sobre el sentido y el espíritu del título de la reunión antológica, y por el puro gusto, quede aquí citado el principio de la nota con la que este último poeta inicia su selección:
“Poco antes de morir, el emperador Adriano redactó un epigrama que se convertiría en su enigmático y sonoro epitafio:
Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quede nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos...
Sepultado entre florilegios latinos, Marguerite Yourcenar recuperó dicho epigrama en sus Memorias de Adriano (1951). En las últimas líneas de la novela y en el último respiro del emperador, Yourcenar, a su vez traducida por Julio Cortázar, transcribe aquellos versos: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes gélidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño”.
Esa “mínima alma” no sólo es la “huésped y compañera” del cuerpo, el nombre propio de su esencia, la maquinaria oculta de su expiración y expiración, sino el conjunto de figuras que gravita alrededor del poema, animándolo; que desciende a los ‘parajes gélidos, rígidos y desnudos’ del mundo visible para soplar en ellos el aliento de vida del misterio.
Anímula… Sereno y lúcido reconocimiento del tránsito y el peso del tiempo, consolamiento de estragos y saludo a los días que vienen.
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De la exposición de la gráfica de Picasso y Miró en el Museo Raúl Anguiano. Acordarse de repente de la cita de Tagore: “Busco la línea que hace estremecerse la espalda de un hombre en un museo”. El inesperado fogonazo de iluminación en las líneas del malagueño, los colores de júbilo de Miró en tenso equilibrio. Habrá que regresar, o que ir.
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