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Diario de un espectador
jpalomar@informador.com.mx
El árbol es su aroma. Así como el humo delicado se disuelva en el aire de la estancia,
lo deseante que fluye sin término y principio modela las facciones de lo amado.
El cuerpo es inasible, su dilución es permanencia; su encarnación está más allá del tiempo y de tu mano.
El perfume se traspasa con su andar sigiloso, con su durar a tientas en lo oscuro.
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Woody Allen ha producido su ritual película anual, para beneficio general. Ahora, Media noche en París resulta una visión refrescante y muy agradecible para este verano que avanza. Allen se lanza de cabeza y de plano en el lugar común. París era una fiesta y todo eso. Lo curioso es que sale triunfante. Desde la entrada declara su apasionada admiración por París a través de una larga serie de postales que no evitan las obviedades. Y la trama es esperable, y encantadora. Es una gozada ver el más que consabido repaso de los personajes legendarios del París de la lost generation. Scott Fizgerald y Zelda están excelentes, Papa Hemingway es, como debió haberlo sido, una feroz y entrañable caricatura de sí mismo. Cole Porter canta lo justo. Salvador Dalí es lo que él mismo presumía, Buñuel es tratado con burlón respeto y así sigue la lista de luminarias. Una reflexión sobre la nostalgia y el pasado, una burla frontal de las señales del éxito a la gringa, una oportunidad más para el querido Woody de decir cosas sensatas, inteligentes, inesperadas, graciosas. Altamente recomendable.
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Eugenio D’Ors escribió: “París como ser vivo. Este era un cuento del famoso Pompeyo Gener… Sobre la Tierra reinaba un día, por culpa de una atroz epidemia, mortandad tan grande que la tarea de San Pedro, a las puertas del paraíso, agotaba las fuerzas del glorioso Apóstol, a quien, sin desacato a su alta gloria, tan desenfadadamente suelen tratar en todos los países, según es sabido, así el folklore como las fantasías del humor. Rendido ya, decidió San Pedro, la noche de aquel día, irse a descansar, cerrando la verja a las narices de las almas, incesantes en el afluir: que pasaran la noche al raso, si querían; él no iba a descorrer la falleba por nadie. Un inmenso clamor se elevó, sin embargo, de quienes el cierre chasqueaba. Y cada cual, para obtener, con la piedad, la excepción, alegaba el mérito de sus infortunios y sufrimientos en la terrena vida. ‘Yo he sido pobre, artista, y honrado’, alegaba el uno. ‘Yo he estado casado tres veces, y a cada vez con suegra y cuñadas’, pujaba el otro… El santo permanecía inflexible. Al fin, un alma, de aire nostálgico y melancólico, se acercó con el memorial de la propia cuita: ‘Después de tres años en París –alegó– he pasado la vida en Lérida’. ‘Entra’. Consintió entonces San Pedro, compadecido”.
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La Secretaría de Cultura propone una buena colección de libros agrupados bajo el nombre de Letras Inmortales de Jalisco. El tomo que este espectador conoce, bien hecho e impreso, correctamente diseñado por Avelino Sordo, se dedica a Elías Nandino y lleva el título de su ahora célebre verso El azul es el verde que se aleja. Se trata de una cuidadosa selección de poemas del vate de Cocula, acompañada de las notas y un prólogo de Jorge Esquinca, uno de los discípulos más aventajados del doctor. El meritorio trabajo es una buena oportunidad de acercarse a Nandino, a sus sonetos exactos, a sus imágenes con frecuencia luminosas. A sus décimas memorables, como ésta, a su madre:
Rayo de luna guardado
en un féretro de pino
amoroso torbellino
por la muerte sosegado.
Si tu cuerpo amortajado
a mis ojos no se entrega
y silencioso me niega
tus palabras, estoy cierto
que tu espíritu despierto
habita en mi sangre ciega.
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Otra buena publicación de la Secretaría de Cultura, en otra colección llamada Clásicos Jaliscienses, es la Poesía reunida del poeta e insigne traductor tapatío, avecindado desde hace tiempo en Toluca, Guillermo Fernández. Arca, es el título que cobija esta edición. Y es justo: salva para nosotros la obra de Fernández y nos entrega la presencia de un poeta mayor al que es bueno preguntarse por qué no se frecuenta más. El asidero en la zozobra, se llamó una antología del poeta. Y lo fue, precisamente, para más de alguna temporada embravecida. Vuelven ahora sus versos:
Tras la ventana
me llaman los trabajos y los días
Corro cortinas y los dejo en blanco
y te aguardo en casa
masticando un pan de lágrimas
oyendo el mismo Mahler
o yendo por los libros
como desiertos hospitales
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Beirut, la banda, sigue sonando. Como un paseo por el largo y perdido malecón de la orilla de los años que vienen, de los que se fueron. Una casa blanca, de ventanas justas, espera y recuerda.
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