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Diario de un espectador
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Ya tarde, dos haces de luz cruzan el cielo ahora sereno. La extraña calidad de los rayos que emiten los reflectores vuelve su visión todo un prodigio. Un murciélago desvelado y atento insiste en ejecutar precisos circuitos en lo más intrincado del jardín –raudo buzo del aire–. El jazmín avisa, intermitente, que va atravesando el verano. Los haces siguen cruzando sus estoques de luz, como dos esgrimistas fatigados.
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Partes de colisión. La fórmula se utiliza en la atroz parafernalia que sucede a un accidente de tránsito. Estupor, raspaduras, pérdida y lesión, tiempo que se evapora, cálculos apresurados y siempre sesgados sobre el costo, gestiones y alegatos de bizantina erudición sobre el percance. Parte de colisión: todo se salva, sigue la vida. Llega la dueña del puesto de la esquina, comienza con deliberada lentitud las maniobras para aprontar el día. Güera y liviana, la muchacha atiende sus deberes, y va sacando del abollado carromato inmóvil todas las herramientas de su oficio: unas sillas renqueantes, dos mesas de fortuna, un letrero desvaído, algunos cuchillos. Más tarde llegarán los comensales para compartir al borde del estruendo el pan dorado de los años mozos. Parte de colisión: 14 ahogadas, 12 cocteles “vuelve a la vida”, siete u ocho refrescos, cuatro horas sobre la calle despiadada y amable, una conversación que no termina, otra muchacha güera que sigue atravesando indemne sus venturas.
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Línea de deseo. Llaman así en técnicos términos a la vereda imaginaria que un peatón quisiera seguir en la ciudad para andar su camino. Cada vez que la expresión suena, otros caminos vienen a la mente. El deseo sabe trazar muy bien sus líneas. Tensas y doradas, suben por el sendero que la muchacha dicta. Ya en ella, más dorados trazos dibujan su armonía de fuego y de remansos. Una geometría de líneas, de planos y de suaves contornos sitia el lugar de la aparición. La línea del deseo, mercurio en ascenso, brasa en vilo, sigue su trayecto.
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Tirando búmerans. Era por las tardes que el señor aquel escogía dar la vuelta por las orillas de la ciudad en fuga. Ciertas veces llevaba en el viejo y robusto coche a un niño y varios búmerangs, finos en su factura, misterioso su designio. Escogía entonces con cuidado el lugar, despejado y con sol. Comenzaba entonces el largo trabajo de los ensayos y los lanzamientos reiterados. De Australia llegaba la inmemorial teoría del vuelo que regresa, que da en el blanco, que se repite en el aire en calma. Quedan en lo que entonces fueron de la ciudad los bordes las huellas indelebles del asombro de un niño, de los trazos que las maderas delgadas dejaban en el aire, de la renovada e invariable voluntad de aquel señor por ensayar el vuelo –desde Tánger y Casablanca lo había aprendido–. Y por regresar después, contentos y contagiados por siempre de la pureza de esas parábolas exactas que dibujaban la felicidad y la gracia.
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Por una cabeza. Suenan en el viejo piano las notas inconfundibles del tango, empecinado y dulce en sus briosos giros. Al Pacino, ciego, lo bailaba mientras el perfume de la mujer –fatal y salvador– giraba a su alrededor en las pantallas de no hace tanto tiempo. Por mientras, La Alemana sigue sus rutinas. Alguien que vende flores –unas gardenias blancas– alguien más con relojes de plástico lujoso, otro más con billetes de lotería para acordarse uno de Verne. Don Adolfo apronta los manjares, riega su larga sapiencia escalera abajo. Alguien más pide que se toque la feria de las flores, ladrillo está en la cárcel, amapola, y sigue la lista. En memoria del amigo largamente muerto de un señor que ya no está adiós muchachos compañeros de mi vida, y luego un vals peruano… Brillan y restallan los tequilas y el dorado del ábside de Aranzazú imparte sus bendiciones a quien las recoja.
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Jean Meyer transcribe de los apuntes personales de Aurelio Acevedo. Está en el libro El coraje cristero, de 1982. Dice don Aurelio, entonces perseguido por las fuerzas “agraristas”: “Tube la precaución de caminar fuera de camino alguno y de dormir antes de llegar a mi rancho en una parte de donde podía ver lo que pasara bastante lejos de mí. Amaneció y nada se movía por lo que ya tarde llegué a mi casa, y después de desensillar mi remuda la puse a comer maíz, terminado el cual la puse a comer más y esperaba que lo terminara para mandarla al campo, pero entre tanto que almorzaba y el caballo hacía lo mismo, vino una vecina a indicarme que por el camino del Valle venía una fuerza de agrarios y que bien podía yo escapar por la huerta de su casa, pues ella se daba cuenta de mis andanzas y supo la buena idea de avisármelo”.
Y el mantel olía a pólvora…
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De Guillermo Fernández:
Alusiones
Afila tus cuchillos a conciencia:
este tramo de luz éste de sombra
juntos en la blancura del rebaño.
Lo imprevisto pondrá en ti sus ojos
y acudirás puntual a su llamado.
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