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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (16/JUL/2011).- Del jardín van subiendo las evidencias del verano. Insiste la lluvia en el mediodía ensombrecido. Es otra lluvia, y la misma que ha dado por arribar, como un barco a puerto, todas las madrugadas. Una segunda salva de flores nocturnas estalló en el corredor. Las granadas, diezmadas este año, maduran con los días. En la noche el cielo es blando y bajo, y el resplandor de la ciudad duplica su reflejo en las nubes lentísimas.
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Pueblo del Sur. Al pueblo le van saliendo estramancias y cosas insólitas mientras sigue su peregrinación hacia el futuro. La llamada “arquitectura de las remesas” muestra sus estragos aquí o allá. Apenas pueden distinguirse, en algunas cuadras, lo que queda de las casas que apenas dos generaciones de pobladores han fagocitado y transformado en objetos irreconocibles provistos de techitos en varios modelos, aluminios dorados y vidrios ahumados. La música que vomitan las ventanas hace juego con lo demás. Un enrejado que aparece, ubicuo, en los pueblos del sur y aún hasta Jocotepec, da idea de un glifo náhuatl. Tres barras verticales interrumpidas por dos barras en diagonal. Podría suponerse su aparición a las fechas en que la herrería industrial tomó vuelo en esos pueblos: quizá hacia 1930… Sorprende la reiteración del motivo, visible en las casas principales o en las rejas de modestas construcciones en el campo, pasando por muy diferentes utilizaciones que llegan a la actualidad. Como si pudiera hablarse de ciertos atavismos arquetípicos que, traducidos en una forma contundente y clara, algo le dicen al subconsciente de la gente que así, en forma más o menos automática, los emplea y les da nuevo curso.

En el mismo sentido, y por la misma geografía, se diseminaron en los años treinta y cuarenta una amplia y notable serie de construcciones encuadradas en esa curiosa y poco estudiada tendencia que es el Art Déco. El cine de Sayula es un magnífico ejemplo. Como si las vagas líneas de parentesco de esa arquitectura con ciertas formas prehispánicas hubiera abonado el terreno para que tal estilo cundiera, para el agrado e identificación de la gente.
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Sorprende ver, en este pueblo transformado, una esquina que, de manera inexplicable y tanto más agradecible, permanece. Una curva agraciada que la topografía y la traza de las calles determinan, el ángulo de un tejaban, una ventana discreta y un arrayán en lo alto de ese balcón fortuito. De allí se verá la huerta del casco y quizás el río; allí resiste la muestra de que era posible cambiar el mismo pueblo y no obtener la fealdad y la sordidez que ahora prevalecen. Pero así como en 50 años esto ha sucedido, nada dice –esperanzadamente– que en los años que vienen no se pueda reconstruir un pueblo que sea capaz de decir muy otras cosas.
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Aparentemente Jorge Luis Borges escribió uno de sus poemas centrales –y que él mismo decía preferir a los demás– en marzo de 1958, mientras ya casi ciego deambulaba por Buenos Aires. Decía que ya nada más veía sombras. “Aprovecho la ceguera para versificar por las calles”, declaró. En la grabación de sus poemas para Voz viva de México, Borges afirma que con Límites había podido decir, quizá, algo nuevo. Qué raro haber ya estado vivo, cavilará alguien, cuando esos cuartetos definitivos, que parecen venir de tan lejos, fueron pensados y escritos: dictados, en realidad. Mientras se transcriben algunos de sus versos, es irremediable oír la voz cansada del poeta, a través de la estática del disco, declamar:   
De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cual) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido

a quien prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido,
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
(…)
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En su abundante libro sobre Borges, Bioy Casares dice que aquél le contó: “El rey David llamó a un joyero y le pidió que le hiciera un anillo, un anillo que le recordara, en los momentos de júbilo, que no debía ensoberbecerse, y, en los momentos de tristeza, que no debía abatirse. ‘¿Cómo lo haré?’, preguntó el hombre. ‘Tú lo sabrás –contestó el rey– para eso eres artífice’. El joyero salió a la calle. Un joven le preguntó: ‘Anciano, ¿qué te atormenta?’. El joyero contestó: ‘El rey me ha encargado un anillo’ y explicó todo. ‘Eso es fácil –declaró el joven–. Fabrica un anillo de oro, con la inscripción: Esto también pasará’. Así hizo el joyero, y llevó el anillo al rey, quien le preguntó: ‘¿Cómo se te ha ocurrido esto?’. ‘No se me ha ocurrido a mí, sino a un joven que era así y así’, contestó el joyero. ‘Ah –exclamó el rey–, ese joven es mi hijo Salomón’. Es una historia perfecta, limada hasta la perfección por los años. Qué bien que el joven no fuera un ángel, como uno temía, sino Salomón.”
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Sigue la caída de agua dando su caudal, ahora revolcado por el poderío del temporal. Las arcaicas y fieles turbinas siguen también mandando la transformada fuerza de los torrentes a través de los cerros violentamente reverdecidos. En el ancón todavía los árboles perduran. Por largo rato los niños juegan entre las piedras que el río ha pulido por tan largo tiempo. Algo en su cautela gozosa habla del respeto que el anfiteatro natural, los cantiles milenarios, las higueras empeñosas ahí les enseñan. Saben, tal vez, que por el resto de sus vidas se acordarán de esa vereda de medida exacta, del asombro que esta agua rojiza y noble les depara.
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