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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (09/JUL/2011).-  Atmosféricas. Pasan los días en la media sombra de los nublados insistentes. Ruedan los truenos como dados sobre la mesa del cielo. La tormenta comienza a llegar, a última hora vira y pasa de largo. Las plantas redoblan su crecimiento y la perspectiva de la pérgola acusa el avance de las enredaderas. Años que giran, y la vieja casa del Sur, que espera, prende todas sus luces.
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Músicas para navegar los días de tormenta: John Tavener: Total Eclipse; The Clash: London Calling; Cowboy Junkies: The caution horses. Los huapangos veracruzanos. Dice Tavener: “Si hay una cosa que yo quisiera hacer, sería reinstalar lo sagrado en la música”.
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De los dichos de Borges, según Bioy Casares: “Goethe declaró que esas palabras como tal vez, quizá, según parece, si no me equivoco, deben estar sobreentendidas en todos los escritos; que el lector puede distribuirlas donde lo juzgue conveniente y que él escribía cómodamente sin ellas”. Borges mismo, en cambio, dejaba con frecuencia entrever sus dudas. Hay en sus líneas una intrigante alternancia entre el énfasis y la incertidumbre que, curiosamente, hace más recordables sus afirmaciones. Puede ser que esas reservas revelen una contenida cortesía, un respeto implícito por la inteligencia o el mejor juicio del lector. Sin embargo, para alguien con el talante de Borges, en ocasiones el énfasis, y aún el entusiasmo, son otra manera aún más discreta de la deferencia.
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Otro de Borges: “El Poe de esta época, o el Dostoievski de esta época, if any, no son escritores que imitan o se parecen a Poe o Dostoievski. Tendrán que ser escritores originales y extraordinarios, no facsímiles de nadie”. Largo rato resuena la afirmación, tan aplicable a otros campos. Su largo desdén por la Academia sueca aflora, virulento, desde un comentario de 1956: “Son mejores para inventar la dinamita, que para dar premios…”. En ese año el Premio Nobel de Literatura había sido entregado a Juan Ramón Jiménez. Un día, según el reporte de Bioy, Borges hablaba mal de la obra del poeta español; al día siguiente, seguramente bajo otro humor, declaraba que sus mejores poemas “son bastante buenos”.
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Tres del vuelo. Uno es de bronce y con el tiempo ha tomado ese tono del verde que conviene a lo que está hecho para soportar el roce de los años. Con esa pátina de intemporalidad emerge como de un libro de estampas en el que podría ilustrar los primeros intentos de las especies prehistóricas por emprender un vuelo que les diera, junto con el dominio del aire, la posibilidad de perdurar. El pájaro parece estar hecho como de un extraño y liviano lodo cuyas curvas se aguzaran y afinaran, una materia que fluye desde lo rastrero hasta la inmaterialidad de la transparencia. Se trata de una arquitectura hipotética, provisional, seguramente venidera. El segundo es en sí mismo, textualmente, un pájaro: sin embargo, su misma pesantez de metal gravitando en la mano habla de la rigurosa abstracción que implica su gesto raudo. Alas extendidas, plumas en tensión, cuerpo evitando la fricción del viento. Paloma de otros diluvios o llama de la iluminación pudo ser. Ahora descansa sobre la madera oscura que pareciera temblar levemente en la inminencia del viaje. El último es de plástico fino y todo plateado. No hace mucho volaba en el manubrio de una inicial bicicleta por la sombra del corredor. La intensidad del rojo de su hélice ambiciosa alcanza la amplitud de sus alas afiladas. Pudo haber volado sobre la bahía de los Ángeles en 1944, con todo el Mediterráneo abajo; pudo haber sido visto, apenas ayer, en los desfiles aéreos que surcaron el aire de la niñez lejana; es aquí el recordatorio de lo que se alza y brilla y dura.
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De las postales: Dos embarcaciones esperan a que se levante el viento. Su estampa pudiera ser la de los veleros mismos que surcaron las aguas en el delta del Nilo hace milenios. Descansan a la orilla y un gran pez, varado no muy lejos, testimonia sus esfuerzos del día. No los venció el mar ni la impericia de sus tripulantes. Quedan ahora sólo aquí, sobre el papel, derrotados poco después por los motores y el veleidoso avance de los tiempos. Una fotografía de Armando Salas Portugal: Costa de Yucatán 1946.
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El comprador de lo viejo va peinando las calles con el ritmo carrasposo de una grabación que gira y gira. Todo parece indicar que a fuerza de repetir su pregón logra extraer del fondo de las casas la materia ilusoria de la que obtiene sustento y propósito. Su presencia misma, la reiteración de sus ofrecimientos, hace confirmar la realidad de su trueque. De la derrota de las cosas, del oscuro montón de los desechos que algunas gentes guardan, del reducto mismo de lo inútil y lo caduco va impulsándose la vieja camioneta con su altavoz implacable. Y obtiene el comprador de lo viejo, un alquimista práctico y sonriente, el cambio de toda esa desdicha por un mañana en que sin duda aquí estará.
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En la célebre primera antología de Gerardo Diego, Poesía española, Antología 1915-1931 (1932), se proponían a los participantes tres cuestiones que ayudaran a entender la poética de cada autor. Estas son las respuestas de Juan Ramón Jiménez: Poesía: Creo en la realidad de la Poesía. Y la entiendo como la eterna y fatal Belleza Contraria que tienta con su seguro secreto a tal hombre de espíritu ardiente. Poeta: Creador oculto de un astro no aplaudido. Relación: Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados.
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