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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (25/JUN/2011).- Años que van rodando: ya el granado erigió cuatro ramas que por ahora vencen los intrincados movimientos del jazmín. Con certeza, toda la ingeniería de su verde inigualado saluda a las primeras luces. El jardín bajo la lluvia amanece como en paz después de las largas luchas cuerpo a cuerpo con los calores despiadados. En el día más largo del año, un pájaro se entretiene cantando más allá de la caída de las sombras: celebra, sin duda, el regalo.
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Rituales del verano. En la red de las pantallas vacilantes, dos poetas intercambian mensajes. Uno ha perdido a su padre, el otro lo consuela. Como segura receta contra el daño, el que reconforta al amigo le recomienda la lectura de un preciso poema. Menciona el título y el autor, como quien escribe una prescripción médica. Pero es mejor, es infalible: los poetas lo saben. Obligado ante tanto fervor, ante una fe tan generosa y lúcida, por el gusto y la pena, va la transcripción de La lluvia, de Jorge Luis Borges:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto.

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
 
Comienza a llover como se continúa una conversación apenas interrumpida. Entraba envuelto en una tranquilidad que venía de lejos. Impecable la indumentaria, irónico el gesto. Esa vez preguntó por una sencilla obra de albañilería en curso, oyó razones, opinó, asintió. Algo dijo sobre el tiempo, ponderó las nubes al fin pródigas, prendió otro cigarro. Bajó la escalera silbando por lo bajo el acompañamiento a alguna música que nomás él oía siempre.
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Cine: Copia fiel. Una película larga y más bien enfadosa, que emite alarmantes cantidades de lugares comunes a manera de netas esclarecedoras. Una morosa inquisición en los juegos y dramas de una pareja. O a lo mejor, conforme con la tesis principal del filme, todo es una copia de algo que no se alcanza a saber bien a bien qué es. Los reflejos de la cueva de Platón y todo eso. La mejor parte es cuando, en el paisaje egregio de la Toscana, se habla de los cipreses y se pueden ver algunos magníficos ejemplares al borde de un camino. Cada uno distinto, sin copias posibles. De ahí en más, ni Juliette Binoche y su agradecible presencia escénica logran arrancar a la cinta de un ritmo cansino que solo en ratos se vuelve intrigante. El paseo por el pueblo toscano ayuda, pero no tanto como lo hubiera podido hacer si hubiera una idea más fuerte detrás de todo este esfuerzo. Sin embargo, al final está bien ver un cine que intenta hablar de otras cosas, de otro modo. El director iraní Abbas Kiarostani se emplea a fondo.
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Que San Pedro Tlaquepaque se vuelve a llamar oficialmente San Pedro Tlaquepaque. Santo y bueno. Interperritos, los que nunca le dejaron de decir por su nombre saludan la noticia.
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En un excelente reportaje visto en el canal Europa, se puede ver un detallado análisis de la obra que el gran director cinematográfico Roberto Rossellini realizó en sus últimos años para la televisión italiana. Sus ayudantes informaban minuciosamente –y con una conmovedora carga de afecto y admiración– acerca de las técnicas que Rossellini utilizaba para recrear con gran cuidado, por ejemplo, una calle de Atenas con todo y su Acrópolis de fondo. Trabajos de un impresionante rigor hechos a fines de los sesenta y principios de los setenta, cómo Sócrates, Atti degli apostoli o L’Età di Cosimo de Medicis. Artesanía de alto mérito y profundidad. Recursos visuales y escénicos directamente emanados de las teorías renacentistas, de Leonardo da Vinci y sus ingenios maravillosos, llevados a la práctica con insospechada laboriosidad. A unas cuantas décadas de distancia, el trucaje cibernético con que ahora puede contar cualquier producción visual parece relativizar todo este esfuerzo. Pero no: el ojo, siempre más sabio de lo que creeríamos, discierne y agradece. La realidad recreada a honrado pulso contra la inmaterialidad de las fáciles engañifas de los bytes.
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Veracruz, 1912. Muchos años, después, hacia 1940, desde Hueytamalco, Puebla, una señora de nombre ilegible le escribe al Padre Juan deseándole larga vida: es su santo. La postal describe la bahía anchurosa, el puerto al fondo. En primer plano un barco de vela –tres mástiles– está fondeado en calma. Una chimenea revela la otra fuente de su propulsión. Poco faltaba para que los gringos llegaran a atacar el puerto, y nadie lo sabía. Desde el puente del barco, aunque ya la postal no da el detalle, algún viajero que pudo ser el mismo Conrad consideraba la torre del faro, el edificio que le daba asiento, las bodegas juiciosas, las barcas de remos y sus tripulantes esperanzados, todo lo que se habría de llevar el tiempo. Cuelga ahora la postal, que a diario llega con sus noticias, en un marco del mismo preciso azul que el mar descrito. Pero temporadas hay en que el barco zarpa, una nube de humo fugazmente cruza el cuarto, una estela apenas queda…
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