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Diario de un espectador
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Pero en lo más alto de la noche sube desde el jardín, como de un aljibe muy hondo, el núcleo inédito de la frescura que supo guardar a lo largo del día.
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El jardín en las vísperas de fiesta levanta sus construcciones en espera del tropel de niños alborotados. Como avisado por un seguro instinto, prepara sus reductos, afina sus trucos y apresta sus sombras para mejor recibir al convite. Tanto ha visto pasar, y aún se asombra: la cinta de luz que borra sus contornos es más viva este día.
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Cine: Thor. Una curiosa película de Kenneth Branagh, el shakesperiano, acerca de la peripecia terrestre del hijo de Odín. Las escenografías cibernéticas que detallan ciudades improbables y espléndidas son dignas de verse. Lo demás es un cuento (Marvel Comics, claro) más o menos soso, predecible. Pero Anthony Hopkins, el viejo dios, parecía divertirse y es imposible no percibir el poderío de los grandes mitos llamados otra vez a escena.
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Último zaguán. Cuántos quedarán como éste que aquí abre su puerta generosa al transeúnte, al extraño, al otro. Un trecho de casa –entre puerta y cancel– a la merced y vista de quien se ofrezca. Honrados mosaicos de pasta, muy trapeados; una silla o dos contra la pared para quien las necesite; y el vislumbre de un patio con canarios y muchas plantas. Este sencillo dispositivo, el zaguán, construyó por generaciones la materia misma de que están hechos los barrios: su proximidad amable, su sabio juego de distancias y discreciones, su decoro astringente, su hospitalidad como emblema de la vida en común. Pardos tiempos de desconfianzas y agravios han cerrado la mayoría de las ahora hurañas puertas, o han propiciado la construcción de viviendas en donde la mínima generosidad del zaguán no encuentra campo. En la cuadra ahora muda el zaguán sigue hablando de una ciudad que habrá de regresar.
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De uno de los pasajes indispensables, del libro de texto de la educación sentimental y lacustre, de Mar de mentiras, de Agustín Yáñez: “Estos éramos 30 chiquillos y el prefecto que nos guiaba. Plenamente gozosa, la charla de los 30 se alborotaba. Cruzábamos el lago, mar de mentiras. Qué ganas de alargar los brazos y coger las torrecillas de los pueblos ribereños, las torrecillas de Tizapán, esbeltas; sepultarlas en el agua; rescatarlas, bañadas; y ponerlas en cumbre de sierra, distribuirlas entre las islas o transportarlas a la ribera opuesta a donde las fijó el capricho de los hombres albañiles. Todo lo podíamos aquella mañana panteísta… menos ir a Chapala, que por su mala fama nos tenían prohibida”.
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El silencio que construye (en cualquier conversación el silencio es la principal materia que la hace posible. Tan fácil es esto de olvidar…). Alrededor de quien se afana en explicarse sus interlocutores levantan, en el mejor de los casos, un invisible andamiaje de silencio, de atención. Sólo así logra decir sus cosas.
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En el Museo de Arte de Zapopan hay una exposición sobre el trabajo de un artista singular: Bas Jan Ader (1942-1975). Se titula Suspendido entre la risa y el llanto, y fue curada por Pilar Tomkins. Imposible quedar indiferente frente al transcurso de este holandés que a los 33 años emprendió, a bordo del Ocean Wave, su minúsculo velero, una travesía del Atlántico de la que nunca regresó. (Imposible también no acordarse de la antigua leyenda del Flying Dutchman: el barco que naufragó en el siglo XVIII y cuyo fantasma, según la ubicua y vigorosa leyenda, vaga por los mares sin jamás poder tocar puerto) Una foto lo muestra, sonriente y optimista, a bordo del velero poco antes de zarpar. La travesía era parte de un proyecto artístico que se llamó En busca de lo milagroso. Ader realizó reiteradas reflexiones sobre la caída. Una filmación lo muestra colgado sobre un canal, pendiendo precariamente de las ramas de un árbol. El tiempo que dura su caída ilumina quizá, con una intuición apenas, la significación de su intento.
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Dónde van los perros cuando se mueren. Seguro ventean, pues, el aire tranquilo que cuidaron mientras los niños crecían. Se llevan todos los adioses, los días luminosos y aciagos, los resplandores, las calmas y las sombras de los muros que aprendieron a mirar como suyos. Se llevan el agradecido recuerdo de las horas inciertas que alumbró su quieta compañía. Dejan la alegría de los sencillos, una mansedumbre sin límites ni bordes, la sabia aceptación de sus días sobre la tierra, un bravo temple para acometer las horas. Dejan una lección perdurable, un rescoldo inextinguible que sirve para ver pasar la vida. Caminan ya por siempre en el lomerío gozoso de lo que no se acaba.
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