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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (04/JUN/2011).-  La mañana navega bajo el Sol de justicia de este junio que abre sus fuegos. Los ruidos lejanos de una obra en construcción puntúan el sonido de las horas. Lápices insistentes trazan una y otra vez una misma curva que quisiera abrazar toda la arboleda liviana. Un muchacho güero regresa de una latitud de lluvias y de grises. Como un saludo, la llamarada de la pérgola ensaya otra acometida por todo lo alto y una multitud de abejas se afana en la enredadera de otro rincón. Luego viene un silencio apenas tenue: es ya la noche y aviones puntuales cumplen sus trayectos. Y de repente, inexplicable y milagrosa, venida de algún jardín perdido, una explosión de puro júbilo y de gracia, de inocencia victoriosa que dura más allá del día: unos niños cuyo alboroto corona al fin el instante.

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A estas alturas, saber que el premio Príncipe de Asturias para las letras fue conferido a Leonard Cohen es agregarse, agradecidos desde la distancia, a una fiesta en donde se celebra el talento y la terquedad, aún el genio, con que el canadiense ha llenado estas décadas. Si se oye una descripción sumaria del accionar de Cohen –voz monocorde y cantos a la derrota– difícilmente se explica el gran arte que así despliega. Será que tiene la cualidad que a su venerado Federico García Lorca tanto distinguía: el duende. Un duende septentrional y oscuro, capaz del humor y del sarcasmo, de la reticente ternura, de la ira misma. (El título de uno de sus álbumes clave es todo un programa: Songs of love and hate.) A través de todos estos años, del Chelsea Hotel al monasterio Zen, Cohen ha sabido conservar la lucidez y la ironía, el filo de sus versos siempre bien trabajados, el acorde con la música que lo lleva a donde quiere, y una serie de canciones que perdurarán a través de las generaciones y las distancias. No de balde encontró por ejemplo, a través del propio Lorca, la confluencia con el lamentado Enrique Morente y el rock gitano de Lagartija Nick. Primero tomamos Manhattan…

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Contra la nostalgia. En alguna película imaginaria o real, ahora inidentificable, Humphrey Bogart, cigarro en los labios y gesto despiadado, escupe la frase: Nostalgia comes cheap. Baratijas como remedio, anestésicos para lo incurable, refugio falaz ante las cosas que avanzan, inútil dolor de lo que se cree perdido, la nostalgia borda sus juegos sobre la tela inexistente de una felicidad que nunca fue. Bríos adormecidos por las canciones que oscurecen lo real, distracción y fuga, amago del fácil patetismo, amistad con la derrota y el agravio del tiempo, escape.
Por la nostalgia. Mundos que regresan a un presente que en sí mismos los cambia, combustible contra la combustión, materia del futuro que siempre está tomando por asalto el día, memoria que se vuelve rebeldía y furia e invención, herramienta para poder pensar en otra cosa, alquimia del óxido y el olvido, desfiladeros abiertos en la zafia vulgaridad del siglo, reducto del coraje, atajos de la adivinación y el riesgo, apuestas perdidas que terminan por ganar, giro de los dados, a simple twist of fate –canta Dylan, insurrección, vigilia–.
Total parcial: la moneda gira en el aire y el aire se vuelve de oro. Total general: un hombre sigue escribiendo hace un siglo en París, desde un cuarto acolchado y silencioso…

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Ferrocarrilero de piedra. Saludo a Luisa Navarro: de aquella familia seguro podía ser este señor de baja estatura que carga una linterna opaca en una calle ruidosa que nunca supo del paso del tren. Apenas llega, cuando hay suerte y el aire vira en contra, el rastro de un silbido delgado. No le hace. Estas piedras recuerdan a este mismo señor que fueron muchos, armado de su bastimento y de una lámpara, parado a medio campo, puesto allí para que el tren siguiera, esperado quizá por sus hermanas al final del viaje, bajo la noche y la tormenta o la calma, puesto allí a pie firme para que el futuro que ahora nos alcanza transcurriera. Una señal de su linterna de piedra aquí nos tiene.

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Procol Harum: Pilgrim’s progress. El progreso del peregrino, de este mundo a aquél que habrá de venir, según la obra de John Bunyan, es un tema mayor en la cultura occidental. En los distantes años setenta una banda de rock, Procol Harum, retomó el asunto y produjo una canción que, al día de hoy, sigue poblando a veces el éter. En el ensayo de traducción que sigue, a lo mejor, quedan algunos ecos de Stevenson y de Borges que parecen resonar en sus palabras, del órgano insomne y el piano preciso que conducen su música, del trabajoso, lento progreso de la peregrinación, entre la caída y la gracia.

Me senté a escribir una sencilla historia
Que quizás al final fue una canción
Al ensayar las palabras que fueran su inicio
Encontré que no eran sino los pensamientos que traje
 
Primero creí que mi peso sería un ancla
Y reuní todos mis miedos para guiarme
Pero pronto vi mi propio engaño
Al encontrar como mis afanes más bajo me llevaban
 
Al comenzar me imaginaba ir explorando
Y puse el pie en el más próximo camino
En vano busqué encontrar el crucero prometido
Y sólo supe lo lejos que estaba de mi casa
 
Por buscar extravié las veredas del saber
Y busqué en cambio hallar el oro del pirata
Por pelear lastimé a mis más queridos
Y aún así ninguna oculta verdad pude develar
 
Me senté a escribir una sencilla historia
Que quizás al final fue una canción
Estas palabras fueron ya escritas antes de mí
Tomamos turnos tratando de pasarlas
Oh, tomamos turnos tratando de pasarlas
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