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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (16/ABR/2011).- Atmosféricas. Caída la noche, del poniente llega un aire que refresca el ardor de la jornada. Tarda en enfriar las frondas del jardín castigadas por la áspera fricción del día. El polvo de la casa cercana que no acaban de tumbar insiste en llegar a los últimos rincones. En las bardas de su jardín languidecen las enredaderas que honradas manos jardineras cuidaron durante décadas. El gato ronda la casa, establece sus misteriosos itinerarios; acostado sobre el vidrio de una mesa, muy quieto, confirma su discreto y tiránico señorío. La luna en descenso quedó atrapada en el follaje del magnolio: desde allí regula el imperceptible tránsito de las sombras.
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La tienda de don Pancho estaba en Chapala, calle de Ramón Corona, esquina del callejón del Ave María. Tenía todo lo necesario para hacer el encanto de los niños que la visitaban. Juguetes y curiosidades, viejas postales y dulces del lugar. Pero lo más poderoso era un olor, irrecuperable y presente, que era todo el verano. La laguna cintilando al final del callejón, las arboledas de mango bajo cuyas umbrías frescuras la banda en bicicleta descansaba rumbo a San Nicolás, los cerros con su agreste follaje de las secas, el dulce de membrillo secándose al sol de julio, las casas con las cortinas que aleteaban al viento de la tarde, las muchachas arteras apenas asomadas al aire aquel.
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El Museo Nissim de Camondo a la distancia. Un hôtel particulier construido a la orilla del parque Monceau por el último patriarca de una dinastía de banqueros judíos expulsados de España por la inquisición y avecindados después en Estambul y al final, en París. Nissim, heredero de la casa, murió peleando por Francia en la Gran Guerra a bordo de su avión de combate. En su memoria, su padre legó a su patria de elección la casa que había terminado apenas hacia 1914, modelo y evocación del Grand Siècle. Sus fastuosos contenidos, en armonía exacta con la arquitectura y con el parque vecino, entregan un retrato indeleble de ciertas atmósferas que Marcel Proust, por mucho tiempo habitante del barrio, elaborara una y otra vez a lo largo de su vida. El contenido refinamiento de las piezas, su difícil selección, el feliz resultado de armonía y gracia de los espacios, constituyen una rara condensación: la de una manera de vivir que aspiraba al equilibrio y la alegría serena, doblemente benéfica por su carga invisible y aleccionadora de estoico desencanto. Quizá de fe paciente. Confluencias, continuidades, afanes paralelos bajo distintas latitudes. Ahora, R.E.M. canta “this place is the beat of my heart// it’s sweet and it’s sad and it’s true.”
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Reynaldo Hahn, amigo de Proust, decía a propósito de París: Lo que cuenta, no es haber nacido ahí, sino ahí renacer, no es estar ahí, sino ser de ahí.
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Manos infantiles cuidan las milpas que ahora progresan en un rincón del jardín. Su esplendor desenfadado atraviesa los calores con modesta seguridad. Gabriela Mistral habla del maíz mexicano: “El santo maíz sube/ en un ímpetu verde,/ y dormido se llena/ de tórtolas ardientes./ El secreto maíz/ en vaina fresca hierve/ y hierve de unos crótalos/ y de unos hidromieles./ El dios que lo consuma/ es dios que lo enceguece;/ le da forma de ofrenda/ por dársela ferviente;/ en voladores hálitos/ su entrega se disuelve./ Y México se acaba/ donde la milpa muere.”
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The National es una banda de Cincinnati que luego se mudó a Nueva York. Tiene un sonido oscuro y una fina instrumentación. Recuerda a Joy Division, recuerda muchas cosas. Últimamente se está volviendo más famosa. Dice, entre otros asuntos, en una canción de su último álbum, High Violet: La pena me encontró cuando era joven./ La pena esperó, la pena ganó.//Vivo en una ciudad que la pena levantó/ Está en mi miel, está en mi leche.// No quiero dejarte. Músicas para estos días, tonadas que acompañan las horas que pasan.  
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Eliseo Diego dice de los hermanos Grimm algo que en mucho recuerda a Juan Rulfo: “Para ellos el arte debía ceder sitio al testimonio. No se trataba de contribuir a las delicias y glorias de este mundo, sino de hallar, en su forma más pura, los dichos, los ágrafos del pueblo, los murmullos solemnes de lo remoto.” En su prosa magnífica, sigue el maestro cubano hablando, en otra parte, de La bella y la bestia: “Lo hemos visto recubierto de esplendor y hierro acometiendo al sombrío dragón en medio de árboles convulsos o de un desierto tan seco y puro como un razonamiento geométrico: a través de las mil alucinantes ventanas del Renacimiento lo hemos visto, el bien ardiendo en él como un prodigio del fuego. A él y a la clarísima doncella que lo acompaña, extremo de la luz, delicia de toda transparencia, espejo de vírgenes y maravillas en las visiones de Leonardo y Filippo Lippi. ‘Príncipe’, ‘Princesa’, los llama la sabiduría del pueblo, no por halagarlos con arrumacos vanos, sino porque son los primeros entre todos, el Hombre y la Mujer magníficamente vivos en un recinto hecho de puro sol, de fuego. ¿A qué otro orden puede pertenecer la bondad de la Bella, esta bondad que, a un abismo de la dulzura, arde como un diminuto carbunclo en medio de la sombra del tiempo?”
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De vuelta de San Luis Potosí, subiendo por la sierra, el camino se empareja con el trazo de un río que va dejando playones de verdura entre los lomos de los cerros desollados. Una presa de aguas muy azules descansa sus orillas contra el dorado de unos lomeríos ásperos, lunares. Más adelante, una visión que es una sombría metáfora: una carretera nueva y abandonada, sembrada de montículos de tierra para evitar que desciendan los aviones de los narcotraficantes.
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