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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (26/MAR/2011).- El jardín en tiempo de secas verdea impasible. Como un jarro de agua fresca bajo el calor crepitante, sus rincones deparan las sombras que habrán de componer el día. El latigazo azul de la laguna cruza la frente de la mañana, y una luz lejana vuelve a los cerros tensas geometrías delicadísimas. La ceiba eleva su quieto poderío al centro mismo del mundo en el que reina. La casa navega, ensimismada y a la vez atenta. Una pila nueva de cemento rojo -muy bien pulido por la mano maestra del maestro Palacio- contiene las justas aguas de la infancia. Roja es también la llamarada que ilumina a su paso el mediodía. Hileras de palmas en albricias emiten sus resplandores disciplinados. Grandes tapetes de paisleys azules fosforecen bajo la sombra benigna; su negligente lujo hubiera sido del gusto del mismo Wilde. La otra casa, la recién llegada, sigue acordando su talante al son cansino del viejo jardín. Del lado de la laguna, los niños se entretienen largamente en recoger mínimas conchitas entre la arena, al pie de la barca paciente y prodigiosa. Navegaciones y regresos, el ancla prosigue su trabajo de óxido y de tiempo. Cuatro sílabas de pan y de memoria, de gentes que se fueron, de otras que van llegando. Tipontate.
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Uno de los placeres que dan las exposiciones, vistas casi siempre con la premura de los días en fuga, es comprobar después el sustrato –si alguno queda- que guarda la memoria. Dos muestras vistas en el Museo de Arte de Zapopan. Una es la que se llama El trabajo te hará libre, de Emanuel Tovar. Una sola pieza, un túnel blanco cuyo pavimento está hecho de azulejos que repiten obsesivamente una geometría como mozárabe, pentágonos surcados de trazos; al fondo, una caligrafía única repite una frase cuyo sentido parece escapar, pero que levanta ecos inquietantes. Los espectadores van y vienen, no, ciertamente, hablando de Miguel Ángel. La otra muestra es de Daniel Monroy y se llama Enlocación. La locación de las imágenes de video que se despliegan sobre los muros parece ser un banco de material: los cortes en el terreno dan cuenta de las edades del suelo violentado, de la intervención del hombre en un discurrir sobre el que todo lo ignora, todo lo desprecia. Una luz repentina transfigura no la cantera, no el cuarto en donde la exposición transcurre, sino el ojo mismo de quien observa, quizá un relámpago en su conciencia. Intrigante manera de cavar su camino en la memoria: imágenes vistas que detonan, a través de los días siguientes, asociaciones y presencias. Un trazo sobre el piso, un reflejo de luz en un muro blanco: puertas.
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En youtube, impagable: T.S. Eliot leyendo con el tono preciso, la inflexión exacta, la canción de amor de J. Alfred Prufrock. Let us go, then, you and I…
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Jardín perdido. Largamente repiquetean las ráfagas fatales de los martillos neumáticos. Una vieja casa es así fusilada. Todo el día retumban las descargas y cada detonación va borrando el asiento y la razón de lo que hasta este día fue una casa, un jardín, la amistad con un barrio y unas gentes. Todo esto se va. ¿Qué llega en cambio?
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Iván Hernández, arquitecto egresado de la Ibero, impartió una interesante conferencia en la Escuela de Arquitectura del Iteso. Bajo el ortopédico título de Prótesis Urbanas, expuso un acercamiento a la ciudad que combinaba la amable provocación con la frescura. Miradas nuevas, pero también acciones. Intervenciones que buscan hacer de la ciudad un lugar habitable, compartible, descifrable. Como arriesgar una banca en la banqueta que solo funciona si dos desconocidos la comparten. O proponer una silla de ruedas gigante –casa y monumento rodante- que vuelve al indigente en un guerrero escapado de Mad Max. O alguna nube de sombrillas amarrada a un poste, sombra clemente para el peatón distraído. Hay una punzante poética de lo callejero implícita en los esfuerzos de Hernández y su taller, llamado, precisamente, Ludens. Hay una voluntad por afectar la ciudad, por hacer pequeñas incisiones locales que inviten a compartir el espacio público, a verlo con humor, a humanizarlo. Como con la antigua técnica del judo, el secreto, dice, es aprovechar la fuerza del contrario para conseguir lo que se busca. Una pieza maestra: una “pluma” itinerante (remedo de las que cierran ciertas calles y los “cotos”) que se usa para pasearla por la ciudad y establecer, en burla y represalia, arbitrarias aduanas juguetonas. Conectar lo inconexo, darle herramientas a los débiles, a los solos, a los aburridos, para tener una ciudad mejor.
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Continuado asombro de Octavio Paz. Entre los vestigios que sobrenadan de hace mucho, queda una caja negra con el retrato del poeta de Mixcoac. Es la edición que Círculo de Lectores hiciera en 1996 de tres discos compactos y un librito: se llama Travesías: Tres lecturas. El ejercicio es apasionante: Paz se obligó a sí mismo a hacer una ceñida antología personal de su poesía (y algunos fragmentos de ensayos) y a leerlos cuidadosamente frente al micrófono. El recorrido es absolutamente deslumbrante, la sucesión de imágenes y visiones abrumaría si no fuera por su contenida serenidad. Volver una y otra vez a los 584 versos de Piedra de Sol, como una constelación incandescente que siempre se aleja demasiado rápido, es ciertamente materia para horas inapreciables. El primer disco, que Paz nombró Mi casa, mi gente, mi tierra, es particularmente entrañable en su profundidad y su fuerza elemental, su extraña y ceñida compasión. Hay algo, sin duda, que el poeta quiso escribir y casi no pudo, pero que en esta audición aparece al calor de cierta inflexión exacta, de cierta pausa que completa el sentido. La continuada devoción de Paz por la poesía en voz alta encuentra aquí una final resolución, un legado perdurable. Asombroso y enésimo redescubrimiento de la más alta poesía del siglo, magisterio y aprendizaje que se extiende por los años, que sirve como una herramienta, una linterna, un mapa. Tal vez, transcribir estos cuantos renglones hipnóticos, abismales:

Arriba, en la espesura de las ramas, entre los claros del cielo y las encrucijadas de los verdes, la tarde se bate con espadas transparentes. Piso la tierra recién llovida, los olores ásperos, las yerbas vivas. El silencio se yergue y me interroga. Pero yo avanzo y me planto en el centro de mi memoria. Aspiro largamente el aire cargado de porvenir. Vienen oleadas de futuro, rumor de conquistas, descubrimientos y esos vacíos súbitos con que prepara lo desconocido sus irrupciones. Silbo entre dientes y mi silbido, en la limpidez admirable de la hora, es un látigo alegre que despierta alas y echa a volar profecías. Y yo las veo partir hacia allá, al otro lado, a donde un hombre encorvado escribe trabajosamente, en camisa, entre pausas furiosas, estos cuantos adioses al borde del precipicio.
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