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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (19/MAR/2011).- Llega el día de San José y reivindica su vigencia el puntual homenaje al patrono de los carpinteros, al patrono del Instituto de Ciencias, al de Zapotlán el Grande y sus fiestas fervorosas bajo el cuidado de las mayordomías centenarias. Desfiles que, año tras año, siguen pasando en la memoria. Cambia la estación y desde un edificio alto es posible ver la floración entusiasta que tiñe de azul el aire del mediodía.  
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La luna y el pájaro. Transcurre la noche y por una favorable condición del aire se despliega sobre el cielo anchuroso una sola nube inmensa, blanquísima, puntuada por innumerables ventanas por las que asoma una pura transparencia insondable. Al centro, la luna en creciente reparte sus luces y organiza así la silueta de un pájaro inmóvil y cambiante cuya figura guarda a toda la ciudad bajo su vuelo. Poco tarda el ave en desaparecer, sin nadie que lo note. Queda apenas la constancia de su presencia increíble en estas líneas.
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Elogio de Yes. La manía de meter a la música (a las expresiones artísticas) en jaulas clasificatorias es limitante. Lo que se ha llamado rock progresivo ha quedado encerrado en nociones simplificadoras o pretensiosas que terminan por dar flojera y mediatizar lo que directamente se puede percibir sin mayores rollos. Mejor volver a oír a Yes, el supergrupo de los setenta, como un afortunado dispositivo que logró, y que logra todavía hoy, conectar muchas cosas vitales e interesantes. Los temas que sus letras proponen, la a menudo intrincada música generada por Yes y que, al final, es solo rock and roll; la refrescante gráfica de las portadas de Roger Dean y todos los rebotes que de allí se derivaron (y que llegan hasta Avatar y más allá), la inconfundible voz de Jon Anderson recortada sobre las capas fluctuantes de los teclados de Rick Wakeman, los juegos corales, la mezcla indisoluble de lo acústico y lo eléctrico. Tres álbumes sucesivos y fundamentales que marcaron el inicio de una década: Fragile (1971), Close the edge (1972), Tales from topographic oceans (1973). Como las partes de una sinfonía para los inicios. Música gozable, interesante, divertida, que sigue siendo una clave para todos estos años.
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Avanza el gato sobre el borde de la ventana y su paso eléctrico confiere a la mañana un filo de riesgo y un aura de inminencia en la cacería del instante. Algo que sólo el magnífico animal ve imanta su recorrido. Se detiene, arquea la espalda, adelanta una garra precavida. Todos los tigres son ahora este gato que se apresta a saltar, que espera, que vuelve a considerar la altura con el cálculo inescrutable de un instinto infalible. Es joven aún y hace sus primeras armas: luego de una introducción impecable, el felino duda, su paso vacila sobre el delgado borde, cae con impecable gracia. Y recomienza.  
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La eclosión de los espontáneos periodistas cibernéticos es arrolladora, y con frecuencia agradecible. Cada quien destaca y propone sus temas, sus enfoques, sus reiterados intereses. Las llamadas redes sociales siguen reconfigurando el mapa de los referentes cotidianos, de las conexiones que se multiplican y bifurcan a cada vez. Es así que puede venir a la atención una noticia ignota, un video sobre la construcción de cierto edificio, el artículo que completa la polémica del día, una música que se juzga oportuno proponer como inesperado soundtrack de la jornada, alguna fotografía de una fiesta familiar o de un viaje reciente… la lista no termina. El exceso y la banalidad siempre acechan, pero, al final, el recorrido parece valer la pena. Cada participante es un corresponsal desde un país distinto, un narrador de la música irrepetible de lo que pasa.   
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Juan Villoro estuvo en el Museo de Arte de Zapopan para hablar sobre la novela. Platicador consumado, mantuvo al nutrido personal atento y divertido mientras discurría sobre algunas claves de su oficio. Particularmente grata fue la recordación, cumplida y bien ilustrada, del añorado Ángel Fernández y sus inolvidables crónicas futbolísticas que fueron, para varias generaciones, un estupendo enriquecimiento del imaginario del juego del hombre. Evocación de las audiciones radiofónicas -en el estadio mismo, el transistor pegado a la oreja- de la voz del vate, del rapsoda Fernández, que transfiguraba el a veces soso partido que ante los ojos se desarrollaba en materia épica generadora de mitos perdurables y poblada de figuras inmortales. Muy parecida es, quizá, la vocación del fabulador que se arriesga a cada vez a escribir sus visiones.
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Encuentro con la última producción de Villoro: Llamadas de Ámsterdam, publicada por Almadía. La respiración y el ritmo de esta novela breve se acuerdan con justicia a las comprobadas dotes del narrador para proponer imágenes certeras, metáforas ágiles e inesperadas que por sí mismas van abriendo múltiples puertas en el recorrido verbal. Una anécdota en apariencia transparente cuyos pliegues guardan sin embargo, misterios apenas esbozados, historias que asoman brevemente sus indicios. Así, la multiplicidad de lecturas que a cada vez se ofrecen es intrigante. Un hábil juego de espejos entre la cercanía y la distancia, entre una calle elíptica y querida de la Condesa y la ciudad holandesa apenas entrevista. Descripción de rupturas y desamores, elogio de la amistad, lamentación discreta y honda, velada por un humor reticente y especulativo, Llamadas de Ámsterdam logra contar y hablar de grandes cosas casi como sin quererlo, con elegante sobriedad. Juan Villoro sigue siendo uno de los narradores centrales de su generación, una voz inconfundible y ciertamente muy grata en las letras contemporáneas.
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Fue el ojo infalible de Carlos Ashida el que primero tuvo que ver con la aparición de Ray Smith en la conciencia de este espectador, hace ya un buen número de años. Pintor poderoso, muestra en cada cuadro el vigor de su oficio, la intensidad de sus visiones. Logra evocar a veces el espacio monumental y enigmático de los metafísicos, las presencias inquietantes -en su misma evidencia- de cierto surrealismo procesado y decantado desde un muy particular temperamento. Vale la pena darse una vuelta al Museo de Arte de Zapopan para ver la muestra curada por Daniel Lezama.
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