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Diario de un espectador
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Georges Simenon es el autor de un personaje, el comisario Jules Maigret, cuya constante presencia ha acompañado a este espectador a lo largo de los días y las décadas. Aprendizajes paternos, referencias de por vida. La prosa del escritor belga es precisa y sobria, de una extraordinaria eficacia. Decía la recomendación que, entre la caudalosa producción de Simenon, había siempre que procurar la presencia de Maigret, sin el que los otros relatos zozobraban en la sordidez y la grisura. Como si el temple sereno, la sólida bonhomía de Maigret, el parsimonioso humo de su pipa, su inteligencia siempre sintonizada en una brillante sordina fueran un talismán contra la desventura. Y sí, funciona. La danseuse du Gai-moulin fue una novela primero publicada en 1931. Un temprano retrato del personaje a contraluz, de cuerpo entero: “El cortinaje de terciopelo que velaba la puerta de entrada se había levantado. Un hombre tendía su sombrero hongo al chasseur, permanecía un momento inmóvil para hacer con los ojos el recorrido de la sala. Era alto, pesado, espeso. Su cara era plácida y ni siquiera oyó al mesero que pretendía aconsejarle una mesa. Se sentó no importa dónde.”
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José Luis Martínez es, bien se sabe, uno de los personajes centrales de la cultura contemporánea mexicana. Las lecciones de su paso por el mundo son múltiples: la laboriosa constancia, la discreción, la lúcida ironía, el largo ejercicio de estilo sobrio y refinado de su presencia misma, el afable señorío. Entre los encuentros memorables no es menor el de la fortuna de haber estado en su casa, de haber conocido su legendaria biblioteca y todo lo que en ella se encierra: al final, el retrato más completo y entrañable del escritor del mero Atoyac, Jalisco. Tras la muerte de don José Luis, el gobierno federal tuvo el buen tino de comprar a sus hijos la biblioteca y acondicionar recientemente un espacio en la Biblioteca de México, en la Ciudadela, que dirige el poeta Eduardo Lizalde, en donde ya está en servicio para beneficio de quien la procure. Quedan las imágenes de la casa de la colonia Anzures, de la sucesión de cuartos ordenados y armoniosos desde los que la gran biblioteca, que fue adueñándose de toda la construcción, se asomaba a un jardín impecable, de un profundo verde.
En un reciente libro publicado por Conaculta, La biblioteca de mi padre, Rodrigo Martínez Baracs hace la descripción, la glosa y el elogio de un acervo que ahora es, afortunadamente, de todos los mexicanos. Escribe al final: “Espero haber logrado dar cierta idea de la riqueza, amplitud y sentido de la biblioteca que dejó mi padre. Es una gran biblioteca y hemeroteca, de más de cincuenta mil volúmenes, en su mayor parte muy importantes, valiosos e inconseguibles, que contiene o apunta a contener todo lo esencial que un hombre culto puede necesitar saber sobre sí mismo, sobre México y el mundo.” Se entrelazan, inevitable y agradeciblemente, los recuentos personales, que revelan rasgos entrañables de la trayectoria de don José Luis: “Mi padre no me dejó llevarme un librerito con puerta de vidrio: era uno de los muchos que había mandado hacer cuando trabajaba en Ferrocarriles Nacionales (1952-1958), en Relaciones Públicas y Servicios Sociales, para albergar una biblioteca esencial del ferrocarrilero, que no debía faltar en ningún cabús…” Imaginar el objetivo del señor de Atoyac pinta de algún modo todo su esfuerzo: los garroteros de los oxidados trenes mexicanos atravesando la noche en los cabuses iluminados, inclinados sobre algún tomo de los clásicos…
Un destello clave de las predilecciones de don José Luis, de su prosa excepcional, de su íntimo talante lírico puede verse en esta transcripción de un epígrafe para el libro de Guillermo Sheridan sobre López Velarde, Un corazón adicto:
Podremos quizás admirar al héroe vencedor del destino, al galán que rinde los pudores, al astuto que empuña y concierta el humo del poder y de la gloria, pero reservamos un apego más tierno y menos temeroso, más duradero también, para el manso que sortea apenas, con un gesto gracioso, los riesgos del mundo; para el que entrega su corazón sin malicia y apasionadamente a un juego de eternas pérdidas y frustraciones; para el que sigue viendo con ojos de azoro los excesos y los prodigios del tiempo; para el que sigue siendo criatura de Dios y sufre en su conciencia y en sus sentidos el peso del misterio del mundo y la angustia de las postrimerías.
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Dos veces Orozco. Esta semana se abre en la casa de Luis Barragán, en Tacubaya, una exposición de las fotografías de Rosa Rolando, la mujer de Miguel Covarrubias. La mayor parte de ellas provienen de los fondos de los archivos de la propia casa. De allí, inéditas, surgen dos fotografías de José Clemente Orozco. Va el pintor en la popa de alguna embarcación. Se sabe que pudiera ser en Nueva York, en los tempranos años treinta. El viento logra mover el pelo crespo, la mirada acerada y concéntrica abarca el panorama mientras Orozco se recarga sobre su brazo izquierdo y la manga del impermeable, vacía, ondea suavemente. Muchos años después Leonard Cohen cantaría First we take Manhattan/ then we take Berlin…
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El taxi surca la ciudad con ímpetu calculado. Su conductor tiene apenas dieciocho años y ya conoce los vericuetos que convienen al trayecto. Gesto resuelto, aguerrido copete en ristre. El lado derecho del parabrisas está cubierto con una serie de notas multicolores: son los recados de amor de su novia, invicto estandarte al amparo del que el taxista adolescente acomete las calles procelosas.
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