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Diario de un espectador

Los días que corren son los más cortos del año y las tardes pardean con premura

Atmosféricas. Los días que corren son los más cortos del año y las tardes pardean con premura. El frío apenas liviano va y viene como un transeúnte distraído. Roza las madrugadas y se demora a la sombra de los muros altos, en las orillas del jardín. El mediodía gira sobre sí mismo, se desdobla en una luz más amarilla que declina hacia la noche temprana. Como cumple a la estación, las plantas del jardín bajan su ritmo y esperan. Desde el fondo del tiempo se sabe que amplios ciclos se cumplen, que las faenas se aprestan a rendir. El año enfila su último tramo, indiferente y a la vez atento al devenir de las vidas.
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Cada vez se encuentra este espectador con más confirmaciones de esa vaga noción que apareció cuando los discos de acetato iniciaron su rápido declive rumbo a la casi extinción: los nuevos medios digitales, con su rígido patrón binario, se quedan cortos ante la riqueza mecánica y frágil de la aguja recorriendo el surco. En esto se ponen de acuerdo los expertos. Había otro elemento aparentemente secundario y que mucha falta iba a hacer: la generosa superficie de 992 centímetros cuadrados de las portadas de 31.5 por 31.5 centímetros. Este formato permitió que floreciera toda una rama del diseño gráfico, y que con frecuencia los artistas emplearan con certera precisión las imágenes allí contenidas para completar o prolongar –por otras vías- lo que la música decía.

Todo el arco que va de la bobería de lo obvio a la refinada sofisticación puede repasarse en una buena colección de discos. Todo un retrato de época. Basta acordarse de las portadas que para Pink Floyd realizara la mítica firma Higpnosis para volver a navegar por procelosos decenios. O por las de Roxy Music, con la serie de las prodigiosas sirenas del mar y de la noche. O por las de Yes. Y tantas otras. (Imposible no hablar de los Beatles: del Sargento Pimienta al Disco Blanco...) La mera fuerza icónica de este contundente pie cuadrado de gráfica diversa, recargado contra la ventana, mientras las bocinas reproducían una cierta música, marca con fuerza la experiencia sonora y visual de varias generaciones.
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Una obra maestra absoluta de la gráfica de la era del acetato: la del disco Strange days, de los Doors, del año de 1967. Particularmente, la contraportada. Bajo un cielo que se adivina gris, cuarenta años después, sigue apareciendo la escena: en un callejón de piso de irregulares lajas de piedra, una hilera de casas de ladrillo en escorzo. En primer plano dos figuras componen un diálogo que permanece en el aire: una figura infantil, un niño de sombrero y saco de fortuna, se inclina con gracia y tiende sonriente el pandero en el que espera recibir el óbolo por la reciente música, cuyos compases apenas se borran en ese mismo aire detenido.

En el umbral de la puerta, la majestad de una pálida mujer de largo pelo rojizo, suntuosamente vestida con una amplia túnica de motivos orientales, recibe la petición, quizá la pleitesía. Se puede figurar a la misma mujer, en el interior segundos antes, oyendo pensativa la tonada de la banda callejera, recortada contra la ventana que atrás asoma. Apenas un escalón arriba, la muchacha hace un gesto a la vez altivo y condescendiente: desciende la grada, tal vez tiende después unas monedas cuyo brillo prevalece en la memoria de lo no visto. A sus pies, una intrincada reja de fierro hace las veces de la alfombra ceremonial, y genera un vago eco de la vestimenta de la mujer.

La poderosa tensión que entre las dos figuras se establece rememora la que en las Anunciaciones de los viejos maestros primitivos las vuelve inolvidables. En el muro más próximo, manos apresuradas acaban de fijar un cartel: caras al claroscuro de la banda, un letrero que cruza el reclamo: días extraños. La misma música inabarcable y ubicua de la banda callejera, ese larguísimo continuo que alimenta desde siempre la marcha de la especie, se mezcla ahora con la grave voz del rey Lagarto que ataca When the music’s over.
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Los ingleses tienen una peculiar voz para aludir el tema: serendipity. Es la aparición de extrañas coincidencias, de afortunados cruces de caminos que hacen confluir, a través de la casualidad, felices encuentros. Una cita atina al blanco de las parrafadas sobre el renunciamiento y la pérdida de la pasada columna. Es de Roger Caillois: "Las pirámides no son indestructibles pero sí eternas, porque su derrumbe está previsto en el proyecto de su erección."

Otrosí: Álvaro Mutis, con su metálica voz, lee en un disco hallado al paso y editado por el benemérito Fondo de Cultura, La muerte del estratega: "Una gozosa confirmación de sus razones le vino de repente. En verdad, con el nacimiento caemos en una trampa sin salida. Todo esfuerzo de la razón, la especiosa red de las religiones, la débil y perecedera fe del hombre en potencias que le son ajenas o que él inventa, el torpe avance de la historia, las convicciones políticas, los sistemas de griegos y romanos para conducir el Estado, todo le pareció un necio juego de niños. Y ante el vacío que avanzaba hacia él a medida que su sangre se escapaba, buscó una razón para haber vivido, algo que le hiciera valedera la serena aceptación de su nada, y de pronto, como un golpe más de sangre que le subiera, el recuerdo de Ana la Cretense le fue llenando de sentido toda la historia de su vida sobre la tierra."

"...su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al estratega que su vida no había sido en vano, que nada podemos pedir, a no ser la secreta armonía que nos une pasajeramente con ese gran misterio de los otros seres y nos permite andar acompañados una parte del camino. La armonía perdurable de un cuerpo y, a través de ella, el solitario grito de otro ser que ha buscado comunicarse con quien ama y lo ha logrado, así sea imperfecta y vagamente, le bastaron para entrar en la muerte con una gran dicha que se confundía con la sangre manando a borbotones. Un último flechazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Para entonces ya era presa de esa desordenada alegría, tan esquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de la muerte."
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De Pedro Salinas:
Qué alegría vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
jpalomar@informador.com.mx
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