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Como Mosca en parabrisas

Capitulo 4

GUADALAJARA, JALISCO (25/MAR/2012).- Temprano en la mañana la redacción era el lugar más solo del mundo. Para Manuel era la mejor hora para estar en la oficina. Podía tomar café y leer periódicos sin que nadie lo interrumpiera. Los escritorios vacíos, los teléfonos callados. Sólo el ruido de la escoba de la “Güera” que se apresuraba a que todo estuviera presentable antes de que dieran las 11 de la mañana, hora en que los editores llegarían ávidos de tasas limpias y excusas para limpiar sus errores del día anterior.

— Buenos días “Güera”, ¿cuál es la nota hoy?

— Cómo que cuál Manuelito, la muertita que no apareció, contestó la “Güera” muy segura de sí misma.

La “Güera” era la única que le decía Manuelito al subdirector del periódico, pero Manuel no sólo lo toleraba, le encantaba que le tuviera esa confianza y lo saludara de beso. Todos los días parte del ritual era preguntarle a la “Güera” su opinión sobre la nota del día porque, decía Manuel, tiene una sensibilidad distinta a los editores “que ya no vemos más allá de nuestras narices”.

— ¿Te sirvo café o vas a querer del tuyo?

— Del mío “Güera”, el tuyo guárdalo para cuando me muera, apenas está bueno para un velorio.

— ¿De plano? Bueno, entonces te traigo tu taza.

El primer ritual del día era la revisión de la competencia. Se servía un expreso doble, prendía un Camel, sacaba del cajón un plumón rojo y comenzaba a marcar las buenas notas de la competencia y las malas de ellos. Hoy era uno de esos días aburridos en que todos los periódicos inflaban alguna nota porque todas eran soberanas tonterías. La cabeza de Noticias era la típica exageración del periodismo estadístico: “Se duplican casos de dengue en Jalisco”. Sintió pena ajena. El Día no era mejor. Una declaración gubernamental en todo optimista: “Cobertura universal en secundarias, promete el gobernador”.  Prometer ni empobrece ni requiere presupuesto, pensó Manuel. Luego revisó su propia cabeza, la que él había colocado en El Tiempo: “Denuncian corrupción en Infonavit”. Sintió pena propia. Sabía perfectamente que era una cabeza inflada, que no tendría consecuencia alguna y, para colmo, el denunciante era quizá el más corrupto de todos los denunciados. Salvo la nota del muertito sin cadáver, que no la traía nadie más, había muy poco de qué sentirse orgulloso aquella mañana.

Terminó el café y le marcó a Beto. Era una forma de felicitarlo sin tener que caer en cursilería típica de los departamentos de recursos humanos.

— Te la llevaste sólo Beto. Nadie más trae la nota.

— Te dije que era buena. Y te prometo que la de mañana será mejor. La señora era toda una ficha. Acabo de hablar con el licenciado Ramírez de Seguros Monterrey y parece que la señora había cobrado varios seguros en los últimos años.

— Sí, efectivamente tenía mala suerte la señora. Se le murieron dos maridos en año y medio. Yo fui a los dos velorios.

— ¿Estás seguro que era mala suerte?

— No friegues Beto, qué quieres decir con eso.

— Nada, que la aseguradora está pidiendo que se investigue la muerte de los dos maridos de la viuda de Lafitte.

— ¿De veras creen que ella tuvo que ver con la muerte de Donald y de Jack?

— Ramírez está seguro, pero no está fácil de probarlo. Parece que estamos ante una autoviuda.

— Una viuda negra que mataba a sus maridos para alimentarse de ellos.

— Y comía bastante bien, porque los seguros no eran poca cosa. El licenciado me prometió que me iba a pasar las actas de defunción, de la viuda y sus dos maridos. Te platico en la tarde porque voy a otro caso que promete.

— Tú crees que todos los muertos que encuentran en las calles son importantes.

— Te aseguro que más que esos políticos vivos que sacas en portada. Los muertos siempre dicen la verdad...

— Y se quedan quietos para la foto, ya me se tus chistes.

— Bueno, nomás no te pongas de genio que te dan agruras, jefe.

— Sale Beto. Adiós.

Colgó. Se quedó helado. Recordaba perfectamente los dos velorios. Ahora sí que, como diría  Juanga: “en el mismo lugar y con la misma gente”, salvo el muertito, claro, aunque ahora dudaba hasta de haber velado un cajón vacío. Primero fue Donald, que ya estaba viejo, pasaba de los 75, y se había deteriorado mucho después de una golpiza que le pusieron en Chapala en un robo. Eso lo acabó, fue una golpiza salvaje a un viejo indefenso. Cuando salió del hospital no volvió a ser el mismo y a los tres meses vino el infarto que lo mató. Año y medio después fue el velorio de Jack en la misma capilla y prácticamente los mismo asistentes, eso sí, menos lágrimas. A Jack no lo lloró nadie, ni su viuda. Ciertamente nadie esperaba su muerte, se veía muy sano y rozagante, de hecho, más bien fuerte y petulante.

Manuel recordó también, con pena, la broma de mal gusto que él mismo había hecho correr en el velorio de Jack, cuando le preguntó a Roberto, un médico amigo de Mike, si no le parecía sospechoso dos muertos de infarto en dieciocho meses. Roberto, que era igual de imprudente que él, le había contestado que con una gotita de arsénico en el café todas las mañanas el infarto era seguro en menos de seis meses, y que además difícil de rastrear, pues estamos permanentemente expuestos al arsénico en el agua, el aire y algunos alimentos que son fumigados con compuestos que contienen arsénico. Muertos de la risa habían hecho correr la versión del arsénico entre todos los asistentes al velorio, con la advertencia de que había que tener cuidado con el café de la señora Lafitte.

En los velorios salen los mejores chistes y verdades muy incómodas. Lo que Manuel nunca contempló era que un mal chiste podría ser en realidad una gran verdad incómoda. Era absurdo y por lo mismo posible. Sintió una agrura ardiente subir desde el estómago hasta la garganta. La mató a golpe de Petobismol, café y cigarro.

Contra toda su voluntad seguramente esta noche tendría que pasar de nuevo a casa de Mike.

Continuará... V
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