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Ciudad oficio de enterezas
La jornada laboral inicia a las ocho de la mañana para los trabajadores del Panteón de Mezquitán
A decir de Zepeda y González sí hay “temor” latente en su trabajo, nada que ver con asuntos metafísicos o fantasmagóricos que podrían suponerse. El miedo está presente en los posibles accidentes o en contraer enfermedades derivadas del manejo de restos humanos, muchos podridos por el agua que se estanca en fosas que han sido olvidadas por familiares durante lustros. “Desde la última administración ya nos hacen más caso, se siente bien que se preocupen por nosotros y nos den equipo para no infectarnos de nada, de hecho lavamos nuestra ropa aquí antes de irnos para no llevarnos ninguna bacteria, infección o bicho a nuestras casas y para no perjudicar a nuestras familias”, explica Óscar, quien afirma que esa es una de las razones por las que pocos desean trabajar con ellos. Bueno, también hay otros que rechazan el empleo por terror a lo sobrenatural: “Mucha gente nos pregunta que si no nos da miedo agarrar cadáveres y nosotros les contestamos que no, que miedo a los vivos porque esos sí son peligrosos”.
Para ellos el miedo no cabe en sus mentes. “No dejamos que nos hable ningún espíritu, yo digo que en el fondo no queremos ver”... comenta Óscar. Y aunque su hora de salida regular es a las dos de la tarde (si no tienen entierros programados en horas posteriores), en ocasiones han tenido que estar en el cementerio hasta de noche. Emilio hace memoria y voltea su mirada al frente: “Mi papá, en paz descanse, trabajaba de sepulturero aquí, ahora yo lo soy por él, y un día le llamó un compañero a las 12 de la noche para decirle que viniera (al panteón) para cerrar una tumba porque iba a llover, yo acompañé a mi papá a esa ahora y pues sí me dio miedo por mi edad, pero no pasó nada y desde entonces para mí ha sido un lugar normal. Los que ven ‘cosas’ son los perros (alrededor de 12 que viven en el Mezquitán), después de las ocho de la noche ladran y corren como siguiendo a alguien, o como si fueran atacarlo, pero no hay nada”.
En un inicio, tanto Óscar como Emilio, no llegaron tan convencidos a su empleo. Se sentían extraños pero necesitaban el dinero. Zepeda por su parte tenía la experiencia heredada de su padre y Óscar la de su hermano, a quien ayudaba de niño a acarrear agua en el campo santo todos los 2 de noviembre, cuando la gente la necesitaba para sus flores. La cotidianidad vino después y se ha extendido por dos décadas. También la costumbre de ver lágrimas, quebranto, nostalgias y dolor, de ser testigos de duelos internos, de deseos encarnados de morir con el ser querido: “Hemos pasado de ser testigos a ser parte de la tragedia familiar, nos ha tocado sepultar a alguien (cuyas) familias están peleadas, y mientras unos de un lado nos ordenan bajar el cuerpo, los otros nos gritan ‘oye cá..., traes prisa o qué’, la gente incluso te insulta porque por un lado nos ven estresados por sus discusiones familiares y, por el otro, porque ya nos espera otro cuerpo para ser enterrado”, comenta Zepeda con un aire de comprensión. González señala que han recibido cursos para saber manejar la vulnerabilidad de la persona que vive una pérdida.
Aunque la costumbre es poderosa, no es suficiente para truncar sentimientos difíciles de contener. “Por más difuntos que sepultemos no dejas de sentir la desdicha ajena, a veces nos dan ganas de llorar, pero nos aguantamos”, cuenta Emilio mientras Óscar afirma con la cabeza. Cuentan que todos en algún momento han sentido la muerte en sus corazones, pero como dicen, la vida sigue. Son las 10 y media de la mañana y es hora del desayuno. Hay mucho trabajo por delante. Siempre lo hay. Todos los días muere alguien y los que van al Mezquitán son atendidos por Zepeda y González, junto con otros tres sepultureros más. Al finalizar el día, ambos regresan a sus hogares con sus hijos, dejando a la muerte en su lugar: allá atrás, en el panteón.
texto y foto: carlos gonzález martínez
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