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“Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”

El Señor Jesús se hizo acompañar de los once en el solemne momento de partir, de elevarse a las alturas

    El Señor Jesús, rodeado de los once en el solemne momento de partir, de elevarse a las alturas en su ascensión gloriosa, les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; vayan, pues, enseñen a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. (Mateo 28, 18)

     De ese día al día de hoy han desfilado días, semanas, meses, años y siglos; veinte siglos lleva de existir la Iglesia, pueblo en marcha, y la Iglesia --bueno es afinar el concepto-- es el conjunto de los bautizados y demás seguidores de Cristo. Algunos quieren llamar Iglesia solamente a quienes la conducen, es decir, a la jerarquía, pues jerarquía es ciertamente; mas el concepto Iglesia tiene muy amplia extensión, tanta cuanto ha tenido la gracia; y si es gracia, es regalo, es don gratuito, sin mérito personal, de haber sido regenerados con el bautismo.

      Quien ha sido bautizado ya está dentro, ya es una parte del todo, ya --con el pensamiento de San Pablo-- es miembro del cuerpo cuya cabeza es Cristo, y ya es peregrino hacia el Padre, guiado por el Hijo e iluminado por el Espíritu Santo.

     Ya el bautismo, ese hecho tan simple, con dos signos signos sensibles --el agua sobre su cabeza y las palabras “yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo--, palabras con el poder divino por sí solas, no por mérito de quien las pronuncia, transforma a un ser humano de simple criatura a Hijo de Dios y heredero de la vida eterna.

     Así con el bautismo se realiza el misterio de Dios en la vida del hombre, misterio de amor cuya razón es elevar lo que estaba caído, hacer partícipe de la naturaleza divina, por adopción, a la naturaleza humana.

Misterio de fe

     La primera profesión de fe se hace en el bautismo. En nombre del niño, los padres y padrinos hacen profesión de fe; si es párvulo el bautizando, y si es adulto, declara, profesa su fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.

     Por la fe, el hombre somete su inteligencia y su voluntad a Dios. Cree porque cree. El misterio de la Santísima Trinidad es inaccesible a la inteligencia humana. No tiene una respuesta científica, ni filosófica.

Ni los científicos, ni los filósofos, ni los genios de la humanidad, ni el gran Einstein --capaz de pulverizar el átomo-- pueden llegar a la altura de Dios. Frágiles, pequeños, limitados en el tiempo, en el espacio y en la capacidad, son los hombres, y es necedad pretender alcanzar lo inalcanzable.

Creer, por tanto es someterse a aceptar una verdad garantizada por la verdad misma por Dios.

     Y Dios se reveló, es decir fue mostrando al hombre su rostro. Las tres lecturas de la Santa Misa de este domingo muestran el proceso de la revelación; y revelación significa mostrar, enseñar.

     En el Libro de la Sabiduría está la primera revelación de Dios Padre creador: “El Señor me poseía desde el principio, antes que sus obras más antiguas. Quedé establecida desde la eternidad, desde el principio, antes de que la tierra existiera”.

     “¡Qué admirable es tu nombre, Señor! En toda la tierra, llenos están los cielos y la tierra de tu gloria”.

     En todos los libros del Nuevo Testamento está la presencia de Dios en la vida del hombre: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios... En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

     Así la más alta revelación del Padre es el Hijo: “El que me ve a mí ve al Padre. Él y yo somos uno”.

     En la tercera lección el Evangelio es la revelación de la tercera persona, el Espíritu Santo. “Él me glorificará porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío”.

     Y luego: “Porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que Él mismo nos ha dado”.

     Es la paz, la reconciliación, el acceso al Padre, la esperanza que da sentido a la vida: la plenitud de la verdad.

Gloria al Padre y al Hijo

y al Espíritu Santo

     La Iglesia siempre ha cantado las grandezas del Señor y esta breve doxología --expresión de alabanza, de glorificación-- está en el culto divino siempre, ya que resume en un solo verbo los tres momentos del creyente: fe, adoración, alabanza.

     Y ésta, la alabanza, abarca a los tres. San Agustín apenas está saboreando su encuentro con Dios, cuando ya le dice: “Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza; grande es tu poder y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de la creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pasado y el testimonio de que Tú te resiste a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de la creación, pretende alabarte”. Confesiones C1.

En el nombre del Padre

y del Hijo y del Espíritu Santo

     El hombre, “pequeña parte de la creación”, ha buscado siempre el auxilio, la ayuda de Dios antes de todo. El buen cristiano cada día, al levantarse, al abrir las hojas de la ventana para que entre la luz, empieza haciendo la señal de la cruz en la frente, en el pecho, en los hombros, mientras pronuncia esas palabras. Son súplica, son plegaria, son confianza, son para ponerse en manos de Dios.

     Así también el automovilista, el maquinista, el obrero, el estudiante, antes del viaje o como inicio de una nueva tarea, imploran la presencia de Dios uno y Trino para un buen logro.

     El futbolista, aunque de prisa --su deporte es correr--, al pisar el césped hace una rápida señal y casi en secreto --mas Dios lo escucha-- dice la breve oración de su fe. El cristiano en el culto divino, siempre con la señal de la cruz inicia los actos litúrgicos, los paralitúrgicos y los devocionales.

 

El año litúrgico es trinitario

     Todos los domingos, más todos los días y todas las oraciones, son culto al sólo Dios uno en su naturaleza y tres personas distintas.

     El domingo --llamado “Dies Domini”, día del Señor-- es siempre el pueblo ante Dios, “en quien estamos, nos movemos y somos”.

     Y todas las oraciones van dirigidas al Padre y así terminan: “Te lo pedimos por tu Hijo Jesucristo (nuestro abogado), que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén”.

     Antes del Concilio Vaticano II (1961.1965), cuando el culto litúrgico era en latín, era popular la terminación “per omnia saecula saeculorum” --por los siglos de los siglos-- adorar, alabar a Dios uno y trino.

El hombre del siglo XXI

necesita volverse a Dios

     Dios uno se manifiesta en el Antiguo Testamento con poder y con la promesa de un Redentor.

     Se manifiesta en el Hijo “nacido del Padre antes de todos los siglos, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre (símbolo del Credo de los Concilios de Nicea y Constantinopla).

     Se revela rico en misericordia y “mantiene su amor por mil generaciones” (efesios 2, 4), y luego “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones en virtud del Espíritu Santo” (Romanos 5, 5).

     Dios, en un designio de bondad, se ha hecho presente al hombre para que el hombre tenga parte de su vida bienaventurada, es decir, eterna, feliz. Por eso está Dios cercano al hombre en el tiempo y en todo lugar. Dios busca al hombre, lo llama.

     Espera Dios la respuesta. La fe es la respuesta del hombre a Dios. El hombre nunca estará satisfecho con la sola posesión de las cosas de la tierra, porque el  hombre ha sido creado para vivir plenamente la verdad y el amor. Por eso siempre los hombres han expresado de muchas maneras esa búsqueda.

No está en el tiempo la solución, no está en las cosas de la tierra: la respuesta está en Dios.

José R. Ramírez       
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