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Ayotzinapa: memoria y cambio político

¿Qué papel desempeñará el recuerdo y la pugna por la “verdad histórica” en el futuro político de nuestro país?

GUADALAJARA, JALISCO (27/SEP/2015).- Ayotzinapa nos desnudó. En esa noche del 26 de septiembre nos vimos en el espejo que siempre hemos querido evitar, ése que nos avergüenza. Vimos nuestro reflejo de país, lleno de contradicciones, dolores que parecían olvidados y enormes cicatrices que el tiempo no ha logrado curar. En cuestión de minutos, pasa por nuestra cabeza octubre de 1968, la matanza de Tlatelolco; los 100 mil homicidios de la Guerra contra el narcotráfico del sexenio pasado; la masacre de Acteal, los 25 mil desaparecidos y cientos de imágenes dolorosas que nos recuerdan lo lejos que estamos de ser el país que queremos. ¿Cómo es posible que en un país medianamente democrático se asesine estudiantes con tal impunidad? ¿Qué hicimos mal para que nuestro Estado de derecho y nuestras instituciones sean incapaces de proteger la vida de los mexicanos?

Mientras los jóvenes normalistas eran asesinados por policías infiltrados por el crimen organizado, el Presidente hablaba de “las reformas”. Enrique Peña Nieto recorría el mundo como ese líder reformista que se lanzó exitosamente contra los tabúes políticos en México: Elba Esther Gordillo tras las rejas; se acabó el monopolio estatal sobre el petróleo; mercado competitivo en materia de telecomunicaciones, y hasta evaluación a los maestros. La narrativa presidencial lo consumía todo, el “México torcido” tenía una medicina infalible: la eficacia de las reformas.

“Saving Mexico” como sinónimo de un país que supuestamente encantaba en el exterior, que sacaba la cabeza justo cuando Brasil y Rusia la escondían. Ayotzinapa significó el agotamiento de esa narrativa; significó el retrato de un diagnóstico extraviado, una fotografía dolorosa que nos recordó lo equivocados que estábamos.

Tras Ayotzinapa todo entró en crisis. El tripartidismo, las reformas estructurales, la eficacia presidencial, la clase política y hasta la credibilidad del sistema en sí mismo. Ayotzinapa, y la Casa Blanca, golpearon duramente al régimen político en México. Es como si el dolor de lo ocurrido en Iguala nos presionara a aceptar la conclusión de que todo fue en vano. Confiábamos ciegamente en la transición a la democracia, ese camino pavimentado por los discursos de José Woldenberg, el optimismo de Cuahutemoc Cárdenas y hasta los tropiezos de Vicente Fox.

Inexorablemente llegaremos a la democracia, tarde que temprano. El voto tiene ese atributo alquímico: convierte lo autoritario en democrático; lo impuesto en aceptado. Ayotzinapa nos metió en ese “callejón de sueños rotos”.

El régimen de la transición se agotó. Dio lo que pudo dar y abdicó. Las viejas respuestas ya no nos clarifican el futuro. La transición a la democracia nos aseguró elecciones relativamente libres; un sistema de partidos plural, en donde los ciudadanos tienen posibilidad de propiciar cambios con su voto, pero poco hizo en el combate a la impunidad, en la protección a las libertades de los ciudadanos, en la exigencia de que los políticos rindan cuentas, en el combate a la corrupción y sus causas. La transición comenzó en 1988 y murió en el 2000, después de eso vivimos en una democracia de muy baja calidad, en la que la corrupción es el signo de los tiempos. La transición es hoy un relato acabado, sus discursos ya no seducen más.

Ayotzinapa significa también el derrumbe del templo de la credibilidad presidencial. México vivió atrapado en la narrativa de las reformas desde los años de la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Un término que se vació de significado, y que por lo mismo, mantenía su tremenda eficacia en los discursos políticos. Cuando un gobernante hablaba de “reformas”, se asumía que iba en el camino correcto, en la “ruta del cambio”. Nos atrapó una ilusión: reformas equivalen a cambio, representa la vía de escape a nuestros problemas como país. Sin embargo, hoy más que nunca, Ayotzinapa demuestra que poco importan las reformas cuando la impunidad lo inunda todo, la penetración del crimen organizado carcome las instituciones y los privilegios se colocan por encima del Estado de derecho.

En el mismo tenor, el agotamiento de la narrativa reformista viene de la mano de la irrupción de los discursos maximalistas: es necesario cambiarlo todo. La opinión pública ya no se debate entre matices, ni se contenta con apuestas gradualistas; el hartazgo empuja a la condena del todo, a una ira contra lo establecido. “Que se vayan todos”, recordando la consigna de los argentinos en la crisis de inicios de siglo. La condena al reformismo abre la puerta a nuevas fuerzas políticas emergentes que se sitúan en las antípodas del gradualismo. El “Bronco” en Nuevo León o Andrés Manuel López Obrador son exponentes innegables del agotamiento de las respuestas que provienen de los partidos políticos tradicionales, sean de derecha o de izquierda. Asimismo, es también el auge del anarquismo, académico y político, de aquellos que creen que el Estado es irreformable, un simple títere del mercado, y que Ayotzinapa es la prueba más fehaciente de su naturaleza opresora. No es fácil saber si este giro maximalista será positivo para el país, lo que sí es cierto es que atravesamos una época en donde los matices son vistos como pusilánimes, como defensores del status quo.

La respuesta del Gobierno Federal ha profundizado la crisis. En septiembre de 2014, Enrique Peña Nieto, con su popularidad por los cielos, decidió minimizar Ayotzinapa. No es una especulación, el Jefe del Estado lo aceptó: “Minimizamos el problema”. El Presidente no fue a Guerrero hasta semanas después. Le echó la culpa al Gobierno estatal perredista y hasta deslizó teorías incriminatorias contra los normalistas. No admitió errores y el “perdón” tardó en llegar. La crónica de una serie de errores que provocaron que hoy en México, de acuerdo a Parametría, 54% de la población cree que el Gobierno Federal es responsable de los hechos de Iguala (contra 30% que culpa al Gobierno de Guerrero y 9% al Ayuntamiento). Tras los errores iniciales, el Presidente buscó enmendar el camino: se reunió con los padres; aprobó la participación de los Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y hasta se comprometió a financiar sus investigaciones. Sin embargo, el daño estaba hecho. No había vuelta atrás: la reacción inicial condenó a Peña Nieto a la incredulidad social.
 
Las suspicacias se conjuran con la inoperancia. Ayotzinapa es el reflejo de un Gobierno incapaz de develar la verdad. Dice Pierre Bourdieu que el Estado es el símbolo de lo oficial y la verdad pública. No sólo la “verdad histórica” dejó dudas, huecos y contradicciones, la urgencia de cerrar por decreto la tragedia de Iguala contaminó aún más la debilísima credibilidad de Los Pinos. Y para abonar más a una investigación bajo sospecha, los Expertos de la CIDH pusieron en duda todos los cimientos de la verdad oficial. No nos engañemos, diga lo que diga el Gobierno de Peña Nieto en los siguientes días, las revelaciones del caso no serán suficientes ni para los padres de los 43 normalistas ni para un amplio segmento de los mexicanos. Una investigación destinada al fracaso, con sentencia condenatoria sin importar hasta dónde llegue. El inicio problemático de la investigación tiene hoy al Gobierno contra las cuerdas, asumiendo que no será capaz de colocar en la opinión pública una narrativa convincente. Así pues, Ayotzinapa significa el fracaso de un Gobierno que por más que lo intentó, nunca fue creíble.

Las heridas sociales provocan cismas políticos. Aceleran los tiempos y presionan por cambios de fondo. El 68 fue para México el primer síntoma claro del agotamiento del modelo autoritario. La eficacia de las mediaciones del régimen para estabilizar a la ciudadanía se había ido al basurero.  Los “indignados” en España mostraron también la debilidad de los consensos de la transición 30 años después y la necesidad de renovar el pacto político bajo otros términos. Podemos es inexplicable despojándonos de este contexto. Los acontecimientos son aceleradores de la historia, momentos en los que “todo lo que parecía sólido se disuelve en el aire”. No quiere decir que estemos en las puertas de algo mejor, pero sí estamos en las postrimerías de un tiempo de cambio.

Ayotzinapa podría significar —y tal vez lo signifique actualmente— una huella más en la piel de una lastimada sociedad mexicana. Un recuerdo doloroso y hasta ahí. Una herida que no cicatrizó y que nos molesta, pero que aprendimos, como con tantas otras, a vivir con ella. Ese sería nuestro máximo fracaso: Ayotzinapa como sinónimo de la continuidad. En contraposición, la memoria también puede fungir como motor de cambio. Como una motivación que nos lleve a cambiar lo que se debe cambiar. Ayotzinapa puede significar ese momento trágico que nos inspiró a cambiar. Significar esa memoria que nos recuerde que debemos condenar la corrupción siempre, estemos en donde estemos. Puede significar, también, el momento en el que le digamos a los partidos políticos: o cambian o los cambiamos. Puede significar también el paso de una transición basada en el voto, a una transición que también incluye la rendición de cuentas y el combate firme a la corrupción. Los significados son construcciones sociales, y el dolor puede ser convertido en inspiración. México recordará siempre a Ayotzinapa, ojalá sea entendiendo que precisamente ahí es donde todo comenzó a cambiar.
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