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Arlomo

Muchos conocen a alguien que tuvo los síntomas del grano viajero, hinchado y punzante; dicen que los provoca un animalillo sátrapa, que nadie sabe con certeza cómo es

GUADALAJARA, JALISCO (25/AGO/2013).- Me picó un arlomo.

De eso me convenció cada persona que se enteró de mis síntomas: un grano colorado, de unos 35 centímetros de diámetro con relleno punzante y ardoroso. Terco. Inquieto, que se adelgazaba y construía veredas para trasladarse a sus anchas por la entrepierna izquierda y sus mesenterios, dejando una estela morada y una comezón nocturna que invitaba al suicidio.

“¡Eeey! Es arlomo”, dijeron todos.

Entre tantas partes del cuerpo me vino a picar ahí, donde no debió.

Y entre tantas pulgas, garrapatas, Aede aegypti, abejas, chinches de árbol, piojos, arañas rinconeras y bestias de mala saña me fue a picar un arlomo, pensé.

“¡Cómo! ¿No vio si era arlomo macho o hembra?”, inquirió con desdén la mujer ancha y acalorada que despachaba la caja de la hierbería, cuando le pregunté si debía comprarme la hierba del arlomo macho o la del arlomo hembra. Por sus modos, me imaginé a aquella cajera trabajando en la Fiscalía General del Estado, en los interrogatorios de mujeres violadas y niños con maltrato.

Iba a decirle que en primer lugar nunca vi al arlomo —de haberlo visto pura fregada que me pica— y, en segundo, no podría reconocer su caracteres sexuales. Pero nomás me salió un “no sé”, ante el cual la mujer sacudió la cabeza, en señal de impaciencia, y desde su diminuta silla giratoria ordenó: “¡Si no se dio cuenta compre de las dos! ¿No?”.

La hierba del arlomo es tan famosa como el arlomo, me vine a enterar. Todos los que me convencieron de que un arlomo había puesto su ponzoña donde se juntan mi pierna y el resto de mi humanidad, me dieron el remedio. Algunos no sabían el nombre ni que la eficacia de la planta depende del sexo del maldito animal, pero se acordaban que una hierba había curado al novio, al hermano, a la hija: somos muchos los afectados por el arlomo aunque no existen estadísticas oficiales.

La planta es una Amaranthaceae, que tiene alrededor de dos mil 400 especies. Las que curan son la iresine y la gaudichoudia, explicó el profesor investigador del departamento de Botánica y Zoología de la Universidad de Guadalajara, Gustavo Moya Raygosa.

La semana anterior Moya y sus alumnos hicieron una investigación sobre el arlomo. Su conclusión fue: el arlomo no es un ser, sino el conjunto de síntomas asociados a la convivencia cercana con un conjunto de seres a los que algunos identifican con un lampírido (luciérnaga), un cantárido (una especie parecida a las chinches de árbol) y otro insecto de la familia de los Staphylinidae —que tiene unas 50 mil especies—. Las comezones, los ardores y los agujeros de la piel podrían estar asociados al contacto de estos pequeñísimos animales con un hongo y después con la piel humana.

—¿Entonces qué? —le pregunté, haciendo esfuerzo para no rasguñarme la comezón que en ese momento me taladraba el glúteo izquierdo, hasta donde en 14 días había llegado la trayectoria del mal (unos 20 centímetros después de su origen).

—Entonces –me respondió emocionado– tendría que haber una investigación que devele qué es el arlomo y cuáles son sus consecuencias.

***


Una vez vi un arlomo. Fue hace unos 34 años, en García de la Cadena, Zacatecas, donde mis abuelos crecieron y están enterrados. Estaba anocheciendo y el arlomo caminaba por el pasto del patio, junto al pozo. Mi abuelo, que siempre fue cariñoso y usó sombrero de charro, me lo mostró y luego lo aplastó con el huarache. Me acuerdo que el arlomo era un gusanito fluorescente y que dejó su luminiscencia en la suela del guarache de mi abuelo. Él me dijo que cuando viera otro igual le tuviera miedo, porque esos pudren la carne.

Pero Miroslava, la joven dermatóloga del Hospital Civil de Guadalajara, a donde me ha llevado la historia, se burla cuando intento contársela.

Dice que la gente le ha mostrado todo tipo de arlomos, vivos encerrados en frascos y muertos, envueltos en servilletas de papel: con patas y sin patas, con alas y sin alas, con luz y opacos. Casi nunca un arlomo ha sido igual que el otro.

Una médico presente narra que una mañana el doctor José Barba Rubio —uno de los padres de la dermatología en la región—, se presentó ante sus estudiantes acompañado de un hombre con una necrosis en la piel. Cuando el maestro preguntó al grupo cuál era la enfermedad de aquel infeliz, un joven le respondió que una picadura de arlomo: “¡Arlomo su tiznada madre! ¡Eso no existe!”, exclamó el maestro, colérico.

Sin embargo muchos conocen a alguien que tuvo los síntomas del grano viajero, hinchado y punzante, iguales que los míos. Cuando los empiezo a contar, todos ellos se han encogido de hombros, al tiempo que arrugan el seño, engarruñan los ojos y lanzan un chasquido lastimero, seguido de una expresión. Siempre de la misma: “¡Uy! ¡Un arlomo!”.

Entonces voy al internet y encuentro dos noticias, en diarios distintos, que hablan del malnacido insecto. El título de una, en el diario Novedades Acapulco es: “Reportan casos de picadura de ‘arlomo’ en Atoyac”. El de otro, La Jornada Guerrero: “Aumentan picaduras del arlomo en la sierra de Tecpan, alertan”. Busco “arlomo” en el diccionario electrónico la Real Academia Española, que en cambio me da el significado de alomar: “Arar la tierra dejando entre surco y surco espacio mayor que de ordinario y de manera que quede formando lomos”.

“Tienes Gnastostomiasis”, dice despiadada y segura Miroslava, la dermatóloga, en el Hospital Civil de Guadalajara, al tiempo que firma una receta médica.

Leo en una página del departamento de Microbiología y Parasitología de la UNAM: “Este síndrome de larva migratoria representa un importante problema de salud pública en el país, con varios miles de casos reportados en diferentes estados de la república, en varios de los cuales la enfermedad es considerada endémica. El principal factor de riesgo es la ingesta de carne cruda o mal cocida, sobre todo de pescado de agua dulce”.

Estoy a tiempo, dice, de que mi arlomo interior, el Gnathostoma, se muera sin dejar secuelas.

Me receta unas pastillas que también sirven para ahuyentar a los piojos y se burla otra vez cuando le digo que la hierba del arlomo es por lo menos efectiva contra la comezón suicida. Mientras lo hace pienso qué lugar le daré en adelante a mi abuelo muerto y a la imagen de la suela fluorescente de su guarache.

Una vez vi un pichilingue. Fue hace como 33 años. El mismo abuelo que me salvó del arlomo me enseñó la calavera del duende y me dijo que los pichilingues andaban por ahí, pero que no tuviera miedo porque son muy católicos. Apenas acabó de decirlo mi abuelo, ambos oímos la campana de la iglesia de los pichilingues que, me explicó, debía llegarnos hasta las rodillas cuando mucho. Hasta entonces yo había sido una niña atea. Esa noche mi abuela quiso enseñarme a rezar el rosario.
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