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Aprender de ellos
La discapacidad une o separa
La presencia en el seno familiar de un hijo con discapacidad se convierte en un gigantesco reto pues se trata de una condición irreversible. Es inevitable, dada nuestra condición humana apelación frecuentemente alcahuete-, recurrir a las posiciones culposas, en el mejor de los casos; a las acusatorias, en el peor de ellos.
Cuando esto sucede se inicia el tortuoso camino de la desesperación, melancolía y duelo, este ultimo tan duro y durable como nuestra negación a la aceptación de la realidad.
No son pocos los casos de separación de la pareja en aquellos hogares donde nace un hijo con discapacidad; el más frecuente, injusto e inhumano, es el abandono del padre, por lo que el cuidado y la atención del pequeño queda en manos de la madre y, si acaso, de los hermanos.
El golpe de la noticia es tan fuerte que de pronto actuamos de una manera individualista y radical; hacemos un resentido recorrido y un inútil examen de las características: herencia/familiaridad del cónyuge, tratando de encontrar un “culpable”; el padre le dice a la madre, o por lo menos lo piensa, “tú tienes la culpa”, y viceversa.
Luego aparece otra, tan frecuente como negativa situación: el involucramiento del círculo cercano de parientes que sin recato ni pudor se convierten en profetas de enconos y casandras de rompimientos.
Pueden llegarse a formar tales sentimientos de encono mutuo que hasta es posible que cada cónyuge invoque el oximoron: mi pena es tu felicidad; presagio infalible de que, de ahí en adelante, se recorra un tortuoso e ilegible camino de vida.
Tener un hijo con discapacidad conduce a cuestionar directamente al alma: ¿de qué estamos hechos para enfrentar el reto? Cualquier esfuerzo que se haga sin contar con este análisis estará desencaminado, esfuerzo por supuesto compartido entre el padre y la madre; cuidado con caer en la tentación del capitán Nemo, el de “La isla misteriosa”: muero de haber creído que se podía vivir solo.
Es indispensable actuar con prudencia y mesura, con la generosidad de un niño y la madurez de adulto. Si bien el misterio de las desigualdades sociales, económicas y culturales sigue sin entenderse, mucho menos resolverse, la verdadera solución a la discapacidad no está en el bolsillo; está en el corazón, ese corazón que convierte el cuidado y la rehabilitación de un hijo con discapacidad en tarea del alma.
La discapacidad es, por otra parte, la oportunidad de ejercer la virtud de la solidaridad humana como proyecto de vida, proyecto que conduce irremisiblemente a la inmortalidad. Amén de los amenes.
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