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Aprender de ellos

El misterio de lo simple.

GUADALAJARA, JALISCO (13/AGO/2010).-  Lamento no haber obtenido información acerca de Henry Viscandi, la poca que se consigna en internet sólo registra la reflexión que da origen a la presente colaboración. Así pues, ignoro sus principales datos biográficos y sobre todo su quehacer profesional para poder entender bajo qué circunstancias y consideraciones afirma: “en realidad no existen personas discapacitadas, sólo personas con distintos grados de aptitud”. Incluso esta reflexión fue consignada en EL INFORMADOR en MAR ADENTRO en días pasados, una sección muy leída por los numerosos lectores de este diario.

¿Qué motiva detenernos en la afirmación de Viscandi? Evitar las históricas confusiones y desatinos que se han propalado a lo largo de los siglos acerca de la discapacidad, explícitamente de la discapacidad intelectual -retardo mental-. Por supuesto se excluyen las personas que tienen una discapacidad física a quienes sí aplica lo aseverado por Henry Viscandi.

Comencemos desde antes del principio. Aptitud es, según los diccionarios, la disposición natural para alguna cosa o más claramente: “la capacidad para operar competentemente en una determinada actividad”. Podemos fácilmente concluir que una persona con discapacidad intelectual de cierta severidad no encaja en las capacidades antes aludidas. Son evidentemente seres que requieren apoyo de terceras personas a fin de enfrentar hasta los més pequeños detalles de la vida cotidiana: cuidado personal, comer, vestirse, salir a la calle, comunicarse y mil etcéteras más.

La afirmación de nuestro incógnito personaje -incógnito desde mi impotencia bibliográfica-, es una más para archivar en el compendio de curiosidades alrededor de la discapacidad, retahíla de malentendidos que dan pie al perjuicioso comportamiento histórico hacia con ellos: indiferencia en el mejor de los casos, abierta discriminación en el peor de ellos. El tema es de tal importancia y trascendencia que la ligereza en las afirmaciones acerca de sus condiciones físicas e intelectuales puede conducirlos a desgracias demoledoras, a estacionarlos en la realidad atroz que han vivido por siglos.

Ahora que, pensándolo bien, quizá Viscandi crea que aprender a vivir enfrentando malos tratos, desprecios y olvidos sea una aptitud, o tal vez el propio Henry entiende que la naturaleza especial de las personas con discapacidad que implica no imitar, no fingir, no engañar, no simular, sean aptitudes; entonces y solo entonces se entenderá su reflexión. Como esto último lo dudo, me permito discrepar con lo que asegura Viscandi, sobre todo porque aceptarlo será continuar en la practica de una filantropía hueca y utilitaria donde al fin domina la indiferencia.

Es indudable que siempre quedarán interrogantes acerca de la presencia en este mundo de las personas con discapacidad intelectual, por tal motivo lo mejor que podemos hacer es acercarnos a ellos para favorecer la comprensión de los mismos y entonces quizás, entender el misterio de lo simple.

En tanto a Henry con todo respeto lo invitaría -si aun puede hacerlo- a dejar respirar a la discapacidad con hidrógeno de comprensión y oxigeno de generosidad. Amén de los amenes.
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