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A la conquista de una fría princesa

A ella hay que verla de perfil. Así sabrás que es bonita y que es mujer. Es Iztaccíhuatl, esa montaña de piel blanca, una bella durmiente de curvas exquisitas

GUADALAJARA, JALISCO (06/ENE/2013).- Duermes entre los dos volcanes, en medio de dos fuerzas naturales: una posible erupción y las nieves perpetuas de un glaciar. Dicen, los que saben, que estas montañas son prehistóricas: 30 millones de años. Si es así, el antropólogo Julio Glockner tiene razón, se trata de una alegoría de la eternidad.

Algo te dice que todo aquí es más joven que aquellos dos viejos amantes de fuego y hielo.

Cuando despiertas sales de un sueño para meterte a otro: hay dos moles gigantescas a los lados. Al Sur está el volcán Popocatéptl restringido desde 1994 tras haber recordado el significado de su nombre náhuatl: montaña que humea.

El Norte es de la Iztaccíhuatl, la bella durmiente mexicana. Por tu ubicación su silueta femenina se desfigura ligeramente. A ciertas mujeres se les ve mejor de perfil que de frente. A ella hay que verla de perfil.

Sólo así sabrás que es bonita, y que es mujer.

Por aquí caminó Hernán con seis mil tlaxcaltecas antes de caer sobre la gran Tenochtitlan. El Paso de Cortés, la depresión entre los colosos, es como una puerta sellada en 1521. Adentro quedó encerrada la gloria del pasado indígena.

Quinientos años más tarde este lugar todavía incita a la conquista: subir la tercera cumbre del país. Los pechos blancos de la mujer son tu objetivo alpino.

Altura: tres mil 600 metros sobre el nivel del mar. Pasar la noche a esta elevación te hace bien, te aclimata. Ayuda sobre todo a prevenir un posible mal de montaña: dolor de cabeza, náusea, vómito, falta de apetito, disnea, insomnio. La enfermedad cae sobre ti como si fuera una maldición de la naturaleza.

Y conforme asciendes la situación se complica. Allá en la cima el oxígeno respirable es menor al 50%. Pero no te importa, sabes que es un pequeño precio por tocar el cielo.

Pagas 27 pesos por entrar al Parque Nacional Izta-Popo, el segundo más antiguo del país. Una vez registrado te diriges hasta La Joya, a los pies del volcán. Desde aquí observas cómo la panza de la giganta se asoma en las alturas. La vista te hace creer que nunca abandonaste el sueño, es brutal e imposible, como un cuadro del Dr. Atl.

¿Un desafío?

El clima es ideal para el asenso: viento en calma y un día totalmente despejado. Pero cuidado, en cualquier momento de la aventura la montaña puede darse cuenta de tu plan y cubrirse en velo de niebla para ocultar su desnudez.

Una de dos: o se trata de un desafío, o la Izta es una mujer muy pudorosa.

Comienzas a caminar por una vereda bien marcada y amplia que se abre paso por entre los matorrales. No hay pierde.

Sigues la senda en medio de la hierba interminable, los pastizales anegan el paisaje. Estas plantas no parecen llenas de vida, les ha costado crecer, lo notas en su verde pálido. Arriba de los tres mil metros la vegetación se vuelve tan agreste que en las alturas la vida se convierte en una especie de milagro.

Vas bordeando la parte Oeste de la montaña. La ladera cae y se pierde en los campos del Estado de México. Del otro lado queda Puebla, es decir, que Iztaccíhuatl se encuentra dividida entre las dos entidades. No es de una ni de otra; es del Popo, el guardián que nunca duerme, el que la vigila día y noche.

Detrás de ti la fumarola del volcán confirma la leyenda: el guerrero está siempre al pendiente de su amada princesa.

Más adelante te adentras en un bosque sin pinos. Hay algunos, pero tan separados entre sí que hasta te sirven como punto de referencia.

Ahora el camino se ha hecho más angosto, la montaña te ha rodeado con sus interminables colinas. No te acercas demasiado a la pared de piedra que está a tu izquierda, puedes desviar tu camino. Mejor avanzas en línea recta hacia donde se ve una enorme pendiente en lontananza.

Después vadeas un par de ríos secos. Por suerte aún tienes agua y no necesitas rellenar tus reservas. Pero debes mantenerte hidratado, ese es el truco para no cansarte. Por eso das pequeños sorbos a tu cantimplora, tragos cortos pero constantes. No olvidas que los tres litros de agua que cargas tienen que rendir hasta el campamento en Ayoloco. De lo contrario deambularás por la sierra como un enajenado muerto de sed.

Una guía

A medida que avanzas la niebla se hace más espesa. Tu visibilidad disminuye y ya no puedes distinguir el camino con tanta facilidad. Lo mejor es guiarte por los montoncitos de piedra que alguien previamente colocó para marcar la ruta: un servicio a la comunidad en pleno Eje Volcánico Transversal.

La orografía de esta región es tan intrincada que es fácil perderte en sus caprichosos relieves que van desde Veracruz hasta Colima. Es, tal cual, el cinturón de México.

Los pastizales desaparecen paulatinamente. Las pocas plantas se aferran a las piedras como si fueran musgos.

A partir de este momento el terreno se vuelve más escarpado, notas como tus botas avanzan por una pronunciada inclinación y así, sin más, llegas a los tumbaburros.

Aquí comienza el reto.

De pronto sientes la mochila todavía más pesada, y con ello, surge el arrepentimiento. Inevitablemente piensas en todas las cosas que llevas contigo y que pudiste no haber traído: la bufanda para la ventisca, el té para dormir mejor, el cuchillo para untar la mantequilla.

Todo tiene su peso.

El contacto con la roca en el suelo lo convierte en un trayecto durísimo. Además la niebla hace imposible vislumbrar el final, no sabes cuánto falta para llegar a la planicie.

Es, en cierta forma, lo contrario a un salto al vacío: subir indefinidamente hasta el infinito.

En tu andar observas unas cuantas flores solitarias, cardos que de alguna manera han resistido a esta trampa climatológica. Erguidas y orgullosas, acaparan la visión de una escenografía formada por piedras volcánicas. ¿Cómo es posible que haya vida en tan extremas condiciones?, te preguntas.

Tu respiración no se acelera, pero cada exhalación suena con más intensidad que la anterior. Sorbes agua y das un paso, sorbes más agua y das la mitad de otro paso.

Descansas. Por primera vez sientes el frío, la caminata y el sudor te daban el efecto de estar en una tarde de verano. Te cubres con una chamarra y comes algo ligero, necesitas calorías, carbohidratos: nuez, almendra, chocolate, fruta seca, granola.

No te quedas ahí mucho tiempo, detenerse en la montaña es casi como empezar de cero.

Por el momento la niebla lo abarca todo. Puede que ya no veas al sol, al Popo, ni a tus compañeros. Echas tu cabeza hacia abajo y fijas la atención en el terreno porque pisar mal equivale a una torcedura que llevarás contigo hasta la punta.

Vas con la idea de recorrer las curvas de esta mujer dormida y con la esperanza de que te susurre al oído sus secretos. No te desesperes, falta poco para conocer el primero de ellos.

Las cruces en las rocas marcan el final del trayecto, están ahí en memoria de algunos excursionistas caídos. Así es la sierra. Concede, permite, tolera, pero también quita y arrebata en medio de la nada.

El que calla otorga, y la montaña calla tantas cosas que oculta un sin fin de muertes, incluida la suya misma, porque este volcán enmudeció hace ya miles de años.

Todo esto te hace pensar que el volcán es quizás el más grande de los héroes naturales. Mucho hay en él de sacrificio por la región. Las cenizas que arroja hacen de las inmediaciones tierra fértil. El deshielo que llega de las cumbres, por ejemplo, genera importantes caudales de agua que benefician a los habitantes. El coloso, a su vez, sabe que algún día quedará extinto.

No puedes más que sentir pena por este valiente incomprendido.

Antes de terminar tu descanso y seguir tu marcha, echas un vistazo cuesta abajo. Ya sea por presunción o por curiosidad, quieres saber qué tanto avanzaste. Pero no ves nada, la niebla sigue ahí, inmóvil, como si hubiera borrado el camino que tanto te costó subir.

Retomar el camino

La caminata vuelve a ser ligera, como al inicio. La diferencia es que ahora estás cansado y recorres una vereda por encima de los cuatro mil metros: estás en plena alta montaña.

Desciendes hasta sumergirte en un amplio valle. Lo aprecias bien, puesto es que es el último recinto de vida antes de abandonar la pradera alpina. Después de este punto los paisajes están hechos de materia inerte: tierra, roca, y más adelante, nieve.

Desde el instante en que pisas la arena te das cuenta de que nada volverá a ser igual. La caminata se hace insufrible, sobre todo ahora que vas nuevamente de subida: das un paso y retrocedes medio. Das dos pasos y retrocedes uno completo. Es luchar contra la impotencia, como caminar en un sueño donde nunca avanzas.

De pronto el día se despeja y contemplas el cielo por primera vez. ¿Desde cuándo se volvió tan grande?, piensas.

El arenal también se observa entero, íntegro. Cada grano, cada piedrecilla se distingue perfectamente a la luz del sol.  A tu costado queda una ladera que no lleva a ninguna parte. A estas alturas olvidas tu régimen alimenticio y comienzas a beber mucho más agua.

Modificas también tu andar, porque ahora das pasos como de bebé: cortos, muy cortitos. Vas como en una lenta peregrinación. Sabes que más vale tarde que nunca, pero no demasiado tarde porque antes de que caiga la noche tienes que montar el campamento en Ayoloco.

Ánimo, falta poco.

La zona árida que atraviesas contrasta notablemente con la cima nevada que se levanta al fondo, no muy lejos. Es como atisbar el cielo desde el infierno, es como recorrer el desierto mientras tienes frente a ti la imagen de una diosa en esplendor.

Todavía hoy los agricultores de la región acuden a ella con ofrendas y obsequios. Desde las alturas agradecen y elevan sus oraciones por las cosechas del año transcurrido al mismo tiempo que imploran por un nuevo periodo de lluvias.

Entre muchas otras cosas, Iztaccíhuatl es la intercesora de Tláloc en la tierra.

Un banquete en el Olimpo

Sólo una parte de ti llega a Ayoloco, la otra se incorporará una vez que hayas descansado para el día siguiente. Ahora estás tan agotado que no sientes el hambre, pero aún así pones a cocinar algo mientras armas el campamento.

Hora: 7 pm. Altura:  cuatro mil 640 metros. Temperatura: 0 °C.

Ya sin reservas de agua corres al río más próximo antes de que se congele ante tus ojos.

Por fortuna tienes un riachuelo a escasos metros. El caudal es mínimo, prácticamente todo es hielo ahora. El sonido del agua te indica un punto donde el líquido cae casi a cuenta gotas.

Con la paciencia de un monje tibetano rellenas una a una tus botellas y en lo que reabasteces contemplas el espectáculo de luces que comienza en el Valle de México: poco a poco la ciudad de los palacios se prepara para recibir la noche.

Regresas al campamento, la cena está lista. Comes al nivel de las nubes y te sientes privilegiado. Parece como si los dioses te hubieran invitado a un banquete en el monte Olimpo.

Te gustaría disfrutar más la velada pero el frío se vuelve insoportable. El viento arrecia y el moco no para de fluir, casi como si fuera una hemorragia. La ropa que traes puesta no basta para mantenerte caliente. Te quitaste los guantes para comer con más facilidad pero prefieres resguardarte a seguir alimentándote.

Dices basta. Te metes a la casa de campaña y duermes un poco.

Entre sueños te preguntas si fue cierto: ¿Se veía sobre el cráter del Popo destellos como de fuego?

Despiertas a mitad de la noche con una sed tremenda. Al parecer los sorbos de agua no fueron suficientes. Sin levantarte bebes la mitad de tu cantimplora en segundos, como si estuvieras al borde del colapso.

Vuelves a dormir. En dos horas tienes que levantarte.

Son las cuatro de la mañana y estás en pie otra vez. Quizás desayunas un yogurt y un pan integral. El viento se ha calmado pero el frío sigue ahí.

El frío siempre está ahí.

uscas cualquier pretexto para mantenerte en movimiento: te colocas el arnés, acomodas la basura, amarras bien tus botas. Estás a punto de partir.

Hay una noticia buena y una mala. La buena es que ahora sólo llevas una pequeña mochila de ataque con lo básico. La mala es que el agua que cargas contigo está congelada.

Iluminas tu camino con una lámpara de cabeza y nuevamente te guías por la estela de piedras apiladas. Es tan sencillo como si alguien te estuviera llevando de la mano.

El frío se siente menos. Está a punto de amanecer.

Más adelante tienes que guardar el equilibrio: caminas por un terreno formado por rocas apoyadas en más rocas que a su vez están sobre otras rocas. Por más grandes que sean no te confías de ninguna. Pisas con cautela, primero la punta de la bota para comprobar la estabilidad y una vez asegurada bajas el pie completo. Así una y otra vez.

Finalmente la vez. Estás al pie del glaciar, listo para subir al vientre de la Izta, y de ahí, a los pechos.

A tu derecha percibes un posible deslave: unos peñascos están a punto de caer, lo único que los detiene es la fuerza del hielo. Después te das cuenta que desde hace hora y media caminas por rocas deslavadas.

El sol ya asoma, pero no lo ves, emerge del otro lado de la montaña. A tu espalda, en el horizonte, los rayos solares que chocan contra la Izta proyectan su silueta en tonos azules. Es, literalmente, la sombra más grande que hayas visto en tu vida.

Te ajustas los crampones a las botas y preparas el último asenso. Piolet en mano, das los primeros pasos en la nieve. Sientes como las púas metálicas de los crampones se encajan en tierra blanca. Si te caes, avientas todo tu peso contra el suelo y clavas el piolet en el hielo para no desbarrancarte.

Si gustas, puedes usar el piolet como bastón.

De vez en cuando piedras del tamaño de una cabeza caen desde lo alto y conforme ruedan agarran una velocidad impresionante. No hay nada que las pare. Si te impactan, la aventura termina.

Por si las dudas te pones un casco.

Vas en una cordada. El líder, el más experimentado, sujeta la punta de la cuerda y la extiende a un grupo de tres o cuatro montañistas que lo siguen. Todos se enganchan al arnés. Avanza uno y avanzan todos. Se tropieza uno y lo demás no lo dejarán caer.

Cuando por fin tomas el lomo de la montaña no sabes si maravillarte o sentir lástima por el glaciar. Sus nieves perpetuas ya no lo serán más. En 10 años este lugar está condenado a evaporarse. El calentamiento global y la cercanía con las grandes urbes del centro del país provocan la desintegración de uno de los dos glaciares que quedan en México.

Si el Popo recordó su nombre recientemente, la Izta lo está olvidando. La mujer blanca tiene amnesia. Su enfermedad es incurable.

Aún así las curvas de esta mujer son exquisitas. Subes, bajas, rodeas y recorres el hielo de la cintura para arriba.

El paisaje es como una conocida canción de Gabilondo Soler: “Siempre nevado, acurrucado sobre el volcán, hay millones de gotitas convertidas en cristal”.

Desde que subiste al lomo se rompió la cordada. Ahora vas solo, a tu ritmo.

Los lentes oscuros te protegen de la intensa radiación. Es tan clara la piel de la montaña que los rayos del sol se reflejan casi por completo.

Y como de costumbre, el Popocatéptl exhala. Debe estar furioso. Estás a punto de tocar uno de los pechos.

Altura: cinco mil 220 metros. Desde aquí contemplas cualquiera de los valles: el de México, el de Puebla, el de Talxacala, el de Morelos. No por nada José María Velasco hizo de la geografía una obra de arte.

Te sientes diminuto en esta tierra de gigantes, las montañas más altas del país te rodean: al Oeste el Nevado de Toluca, al Noreste La Malinche y allá, en Veracruz, el Citlaltépetl, el pico de la estrella.

Calma. Lo hiciste.

Estás sentado sobre un volcán que sufre, ya conoces su tragedia. Ahora eres un viajero que sabe demasiado.

Aquí en la cima eres un intruso, pero allá abajo, regresarás como profeta.

EL DATO


Cuenta la leyenda

Una leyenda náhuatl cuenta  la historia de un valeroso guerrero y una hermosa doncella. Un guerrero que fue obligado por el padre de la joven Iztaccíhuatl a ir a la guerra con tal de obtener su visto bueno para contraer nupcias con su hija.

Tras meses de no obtener noticias, Iztaccíhuatl recibió a un mensajero quien le dijo que su amado había muerto en combate. Víctima de la tristeza la doncella se entregó al llanto. Dejó de comer  y cayó en un sueño profundo, sin que nadie pudiera despertarla. Al poco tiempo, el guerrero Popocatépetl regresó y encontró a su amada, lleno de coraje, se llevó el cuerpo a lo alto de un cerro.

Los dioses al contemplarlos sintieron compasión de ellos, los cubrieron con un abrigo de ramas y nieve y los convirtieron en montañas. Una con la silueta de una joven mujer y el otro un volcán que a cada tiempo sigue ardiendo de amor en su interior. Estos son los volcanes que aparecen en las pinturas de José María Velasco, el Dr. Atl y Diego Rivera.
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