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¿Te acuerdas? La pelea histórica entre Salvador Sánchez y Wilfredo Gómez

La noche del 21 de agosto de 1981, hace 42 años, Salvador Sánchez y Wilfredo Gómez se enfrentaron en una de las peleas de box más recordadas de la historia de México 

Cuando Salvador Sánchez se encaró ante Wilfredo Gómez la noche del 21 de agosto de 1981, el joven boxeador no sólo tenía claro que en sus hombros cargaba en sus hombros las esperanzas de todo México, sino que esa y solo esa, más que ninguna otra, por motivos superiores a sus deseos más recónditos, era la noche de su vida.

No estaba equivocado. Cientos de miles de mexicanos aguardaban frente al televisor, estaban ovillados alrededor de la ansiedad de la radio, esperaban cualquier indicio en los periódicos. Una tensión inusual se respiraba en el aire nocturno de Las Vegas, en concreto en torno al cuadrilátero del Caesars Palace, cegado por los reflectores, donde dos hombres disímiles giraban uno en torno al otro con un andar de panteras. Eran Salvador Sánchez y Wilfredo Gómez, que encaraban los anhelos de sus respectivos países, que aquella noche tenían todo en el corazón, menos compasión, y que no eran del todo conscientes que serían partícipes de una de las peleas más grandes del siglo. 

La rivalidad histórica entre México y Puerto Rico 

Salvador Sánchez, Don King, y Wilfredo Gómez, antes de su lucha legendaria. EL INFORMADOR/ ARCHIVO 

Salvador Sánchez representaba a México; Wilfredo Gómez, a Puerto Rico. Por razones que la misma historia ha desdibujado y vuelto inexplicables, ambos países se han empeñado en mantener en el cuadrilátero que jamás ha logrado encontrar treguas; se apacigua con los años, se agrava con las décadas, hace paces momentáneas, pero jamás desiste. Uno de sus momentos decisivos fue el 21 de agosto de 1981: la noche que lucharon Wilfredo Gómez y Salvador Sánchez.

Wilfredo Gómez era un contrincante temerario. Era campeón mundial de peso supergallo, una celebridad de Puerto Rico, y había construido una carrera que tenía un tanto de gloria y otro poco de terror. Gómez no había perdido una sola de sus peleas, y tenía la fama terrible de haber derrotado a sus adversarios con la bala de cañón de su puño certero: un nocaut fulminante. Tenía un talante de toro, embestía como aplanadora, y ostentaba la distinción de espanto de 32 nocauts. Uno de sus muchos apodos era el de la "bazuca" Gómez, pues le bastaba una ráfaga de sus brazos para que sus rivales sintieran cómo se les reacomodaban los sesos dentro del cráneo.

Wilfredo "el bazuca" Gómez, el terror de Puerto Rico

Wilfredo, el "bazuca" Gómez. EL INFORMADOR/ ARCHIVO

Entre una de sus muchas otras peculiaridades infames, Wilfredo Gómez hacía alarde de su animadversión hacia los mexicanos. Para ese momento ya había derrotado a cinco, entre ellos al campeón Carlos Zárate, en 1978, en tan sólo cinco asaltos de infamia que redujeron a la estrella a una pila de escombros, dejando una herida profunda en México. De modo que cuando se establecieron las bases para una nueva pelea entre México y Puerto Rico, Wilfredo Gómez se enfrascó en una campaña de amenazas y vituperios contra Salvador Sánchez, en un acto que habría horrorizado a cualquiera.

Gómez dijo que Sánchez era un don nadie, que nunca en toda su carrera se había enfrentado a alguien tan débil, y que lo derrotaría dentro del transcurso de ocho rounds.

La increíble y triste historia de Salvador Sánchez y el destino desalmado 

Salvador Sánchez. EL INFORMADOR/ ARCHIVO

Salvador Sánchez no sintió ningún desorden ocasionado por el miedo. Era un hombre de pocas palabras, y con el carácter taciturno de la gente del campo. No tenía más que 22 años, y todavía le parecía sorprendente a dónde lo había llevado la vida sin otro recurso más que el de sus puños. Tenía el cabello crespo, los ojos aborregados que nada tenían que ver con la brutalidad de su oficio, y en las noches era atormentado por las pesadillas recurrentes de su propia muerte. Muchas veces llegó a decirle a sus cercanos que no creía llegar a vivir mucho, e incluso llegó a disponer, con la ligereza de quien comenta el clima, el modo en que quería que fuera su funeral.

En las múltiples entrevistas en las que se le preguntó qué opinaba de Wilfredo Gómez, su contrincante, Salvador Sánchez recurrió a una medida por completo distinta. Si bien Gómez las declaraciones de Gómez eran bombas intransigentes, rápidas y fulminantes, Salvador Sánchez escogía las palabras como si fueran agujas, en una penetración lenta, meticulosa, y más dolorosa.

 -Es muy hablador -dijo ante un reportero, sin impacientarse, pero los ojos decían algo muy distinto-. Me cae mal.

Salvador Sánchez. ESPECIAL 

Salvador Sánchez era el hijo pródigo del boxeo mexicano, en sus hombros yacía la esperanza del país entero, y muchos expertos en su arte, de su época y de tiempos posteriores, afirmaron sin pestañear que pertenecía a ese gremio dorado de boxeadores que sólo nacen una vez al siglo. Había nacido en Santiago Tianguistenco el 26 de enero de 1959, y antes de siquiera tener 20 años era ya una de las esperanzas más grandes de México.

Sus padres, que eran campesinos, se opusieron en primera instancia a la determinación de Salvador de ser boxeador. Pero en el ring su hijo era tan ágil, tan mortífero, tan certero, tan alumbrado por una gracia que ralentizaba la gravedad, que el tiempo llevó a la resignación, y aun cuando Salvador ya era una estrella del mundo, su madre seguía poniéndole dentro del zapato una cruz hecha de rama de palma para que Dios lo cuidara en las incertidumbres terribles del cuadrilátero.

EL INFORMADOR/ ARCHIVO

21 de agosto de 1981: la pelea entre Salvador Sánchez y Wilfredo Gómez 

Salvador Sánchez asestándole un golpe a Wilfredo Gómez. EL INFORMADOR/ ARCHIVO 

Muchas semanas antes de la pelea, Wilfredo Gómez hizo uso de todos los recursos mediáticos que le fueron posibles para dejar en claro que su tirria contra Sánchez era legítima, y que nadie más que él sería el ganador de la lucha. No escatimó en las ridiculizaciones, en las faltas de respeto, en la fanfarronería televisiva.

La noche cayó sobre el Caesars Palace de Las Vegas, el 21 de agosto de 1981, y los pronósticos se inclinaban hacia Wilfredo Gómez, pues a pesar de las expectativas en Salvador Sánchez, nadie creía que aquel joven de 22 años podría detener la racha de destrucción que el puertorriqueño había asestado a los mexicanos. Eran rivales pares: Wilfredo Gómez llegaba al ring con 32 victorias, de las cuales todas habían sido por nocaut, y sin una derrota en su historial. Sánchez, por su parte, tenía en su haber 40 victorias, un empate, y una derrota. Estaba previsto que la pelea durara, a lo mucho, quince rounds.

No tuvo más que ocho. Apenas unos segundos inicida la pelea, Sánchez hizo retroceder a Gómez a la lona con un puñetazo. Salvador Sánchez no anduvo con contemplaciones: lo dio todo. Gómez se irguió en desconcierto, paralizado en una gravedad suspendida, como si no comprendiera lo ocurrido. La arremetida siguiente del mexicano lo regresó a la realidad, donde no pudo más que optar por una postura defensiva ante las ráfagas incesantes de Salvador Sánchez, que le cobraba con golpes todo lo que no pudo decirle con palabras. 

El público estaba afónico. Wilfredo Gómez logró lanzar varios de sus ganchos catastróficos, pero la pelea era, desde el inicio, de Salvador Sánchez. Mientras que el puertorriqueño redujo sus ataques a un andar más lento y confuso, Sánchez seguía atacando con una ferocidad calculada, golpe tras golpe, sin siquiera un instante para respirar. Recibió varios puñetazos que lo cimbaron en su sitio, pero estaba motivado por una inspiración que superaba la imaginación y la lógica. No titubeó ante el sudor, el calor, ni la sangre: en cada puño, escribió en el aire su coraje.

Los ataques de Sánchez comenzaron a cobrar factura en el rostro de Gómez. EL INFORMADOR/ ARCHIVO

Wilfredo Gómez fue el único boxeador por quien Salvador Sánchez se granjeó una inquina personal. Los ataques constantes, la fanfarronería televisiva, las declaraciones de infamia del puertorriqueño, dejaron sobre Salvador Sánchez una semilla de cólera. Le comentó a Teresa Guadarrama, su esposa, que le daría a Gómez la golpiza de su vida.

Lo cumplió. En el transcurso de los rounds, el rostro de Wilfredo Gómez comenzó a dejar de ser el suyo. Uno de sus ojos se convirtió en una rendija supurante, los pómulos se le abotargaron, y su cara adquirió la incomprensión de los peces sacados del agua, reteniendo la vida en la vocal prolongada de su boca abierta. No obstante, aunque sus golpes ya eran brazadas de ahogado irremediable, no desistió, y siguió de pie resistiendo, confiado en que Sánchez se descuidara, y que alguno de sus ganchos infalibles lo coronara de nuevo en otra noche de gloria. 

La madrugada no le deparaba esperanzas. Para el octavo round, Salvador Sánchez le asestó un gancho rotundo, y Wilfredo Gómez sintió cómo se esfumaba el equilibrio de la tierra, y cómo se le doblaban las rodillas como lápices partidos por la mitad. La promesa se le torció: había jurado ante los reflectores, una y otra vez, que derrotaría a Sánchez en menos de ocho rounds. Intentó, una vez más, ponerse de pie, pero el referi dio por terminada la pelea en medio de un estrépito del público que sonó como si el mundo entero cediera a una catástrofe descomunal. Por primera vez en una carrera de 32 victorias consecutivas, todas por nocout, Wilfredo el bazuca Gómez, el hombre insigne de Puerto Rico, campeón mundial de peso supergallo, había perdido ante un mexicano.

Así notificó EL INFORMADOR el triunfo de Salvador Sánchez. 

Salvador Sánchez vivió su noche grande, y sintió un desorden de pájaros al vuelo dentro del pecho. Empapado de sudor, exhausto, con la sonrisa de la victoria, no demeritó su hazaña ante las preguntas de los reporteros, quienes le cuestionaron si estaba sorprendido por el rumbo que tomó la vida, como si fuera algo ajeno a todos. En una de esas raras ocasiones que sólo se presentan en escasas ocasiones, Salvador Sánchez sabía no fue un azar, sino él, quien había trazado un rumbo en la vida. 

-No, no me sorprende -dijo, como si el mundo fuera suyo-. Yo me preparé para luchar desde el primer round, como lo demostré. 

Wilfredo Gómez se quedó para siempre con el sabor de aquella derrota. En una entrevista en su tierra, forzado a responder ante miles, se mostró alicaído y con los ojos cubiertos tras gafas oscuras, como si estuviera recién salido de un oficio fúnebre. "No pude ganar", dijo. "Defraudé a un pueblo, defraudé a Puerto Rico". Se le quedó dentro la espina de la revancha, y juró que regresaría al ring para encararse con Salvador Sánchez, y cobrarle la derrota que le debía. Se entregó tanto a esta esperanza, que dedicó sus esfuerzos para bajar de peso y defender la corona del súper-gallo, para que el mexicano le concediera la revancha. Salvador no se estremeció. En realidad las declaraciones de Gómez dejaron de sonar a amenaza, sino adquirieron la tregua inexplicable de algo que sólo ellos dos entendían, y se hicieron las planeaciones necesarias para que la pelea fuera una realidad. 

El final de Salvador Sánchez 

EL INFORMADOR/ ARCHIVO

La vida no les dio tiempo. La madrugada del 12 de agosto de 1982, estando en su mejor momento, Salvador Sánchez se internó de madrugada en la Carretera México/Querétaro, después de pasar la noche con sus amigos. Para un hombre como él, dedicado al deporte, no era un hábito común estar más despierto más allá de la medianoche. Tenía planes a futuro, más allá del boxeo, pues le había comentado a sus seres queridos que incluso consideraba dejar del boxeo de lado para estudiar y convertirse en doctor. No tenía más que 23 años.

Según testigos, Salvador Sánchez decidió regresar a su campamento de entrenamiento en Guanajuato, en lugar de quedarse a pasar la noche en donde ya se encontraba. Cerca de las 3 de la madrugada, su Porsche 928 dio de frente con un camión que emergió como barrera en el centro de la madrugada, a 12 kilómetros de su destino, y Salvador Sánchez se murió sin alcanzar a pensar si llevaba consigo la cruz de hoja de palma que su madre le ponía dentro del zapato. 

El funeral de Salvador Sánchez. EL INFORMADOR/ ARCHIVO

Al día siguiente, no se lo podía creer nadie. México entero se envistió de luto. El funeral de Sánchez fue transmitido en televisión abierta, y en su pueblo natal, cientos de personas acudieron a despedir al ídolo de Santiago Tianguistenco. Cuando a Wilfredo Gómez le dieron la noticia, un soplo que nada tenía que ver con la revancha se le ensañó en las entrañas. Trémulo, digno, viajó desde Puerto Rico como si fuera un amigo de siempre, y con un ramo de flores, asistió al funeral del hombre que le cambió la vida. 

Vio pasar el entierro de Salvador Sánchez como algo inexplicable que había ocurrido con el alcance de las cosas que son irremediables. Fue la derrota de su destino. Wilfredo Gómez se quedó solo, en medio del llanto de mil fanáticos, en el epicentro de las flores pisoteadas y los llantos de tristeza y de júbilo, los mariachis y las tamboras, y con las imágenes de Salvador Sánchez viéndolo sin ver en todos lados y en todas partes, como un amigo y un emeigo que habría de acompañarlo para siempre, hasta el último de sus suspiros. El campeón de Puerto Rico se retiró del ring una primavera aciaga de 1989, ocho años más tarde, y con ese lucero imborrable prehendido de su firmamento de victorias.

FS

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