Luego de la más reciente reforma electoral que, entre otras cosas, redujo los tiempos de las campañas, en esta ocasión (además del paréntesis que abrió la emergencia sanitaria), la percepción de la ciudadanía en general con respecto a la actividad proselitista de los partidos está estrechamente vinculada con los sentimientos que la clase política despierta en la sociedad.
Con seguridad en cada Estado y en el contexto nacional, hay matices y excepciones, sin embargo, la determinación de sí hacer el debate entre los dirigentes de PAN y PRI pese a la postura del Instituto Federal Electoral (IFE) y a las críticas de los partidos excluidos, puede interpretarse como una necesidad urgente de atraer la atención ciudadana hacia un proceso electoral que ha estado más del lado de movimientos anulistas y abstencionistas, que de los institutos políticos y sus candidatos.
A estas alturas, y después de los ejemplos desafortunados de debate que hemos tenido en elecciones locales y federales, la pregunta es si este recurso es útil para que los electores tomen una decisión a la hora de cruzar la boleta.
Habría que hacer un estudio serio y puntual al respecto, y revisar también los formatos. Hasta ahora, y últimamente más, los debates se han convertido en espectáculos que parte de la sociedad, si acaso, atiende por curiosidad, por diversión e incluso por morbo, pero no para reafirmar una decisión o resolver una indecisión.
No obstante, desde la clase política se concede a los debates un gran valor y se aprovecha para hacer señalamientos contra el IFE, que no tiene margen de maniobra más que la ley que diseñaron los partidos políticos, no la sociedad.
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