El clamor generalizado de que se haga justicia en los casos de las familias Martí, en el Distrito Federal, y Campos, en Ciudad Guzmán, víctimas de delitos proditorios, perpetrados por antiguos —y aun actuales— policías, constituye, como es público y notorio, terreno fértil, propicio para que prospere la iniciativa presidencial de reimplantar en los códigos penales, para ciertos crímenes, la cadena perpetua.
—II—
Aun a sabiendas de que una reforma de esa naturaleza, por sí misma, resultaría insuficiente para disuadir de la comisión de conductas delictivas, y particularmente de los secuestros, es probable que los legisladores caigan en la tentación de dar prioridad a lo efectista sobre lo efectivo. El caso es hacer creer a la sociedad que, en efecto, diputados y senadores están haciendo su tarea. El caso es cancelar la posibilidad de que se les reproche haber sido insensibles, omisos o negligentes ante las recientes tragedias.
Los doctos en la materia concuerdan: las leyes más rigurosas pueden satisfacer la tendencia natural de las sociedades a vengarse de los delincuentes. De ahí el clamor de que se aplique a los asesinos la Ley del Talión: “Ojo por ojo, diente por diente..., vida por vida”... Empero, la historia demuestra que ni siquiera la pena capital resulta tan “ejemplar” como se pretende.
Así como medidas como la propuesta resultan ilusorias, la idea de que las cárceles sean, efectivamente, “centros de readaptación social”, es utópica. Las cárceles, aquí y en China, son universidades del delito.
—III—
Hay —es decir: habría...— una manera de romper el círculo vicioso que se manifiesta en la tendencia de los policías a cambiarse al bando de los delincuentes: profesionalizar las corporaciones policiacas; hacerlas atractivas; crear las condiciones para que los policías y sus familiares tengan una vida digna, aspiren a una jubilación decorosa, y, dado el caso, a un seguro de vida razonable.
Sin embargo, para que esa profesionalización ocurra, sería menester que quienes establecen las reglas operativas del aparato gubernamental, entendieran que la sociedad necesita más de policías bien pagados, que de “funcionarios públicos” cuyas remuneraciones —escandalosamente altas— son inversamente proporcionales a la utilidad que le reportan a la propia sociedad.
En otras palabras: sólo un milagro...
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