Pero hay otros. Más modestos en su impacto mediático y de masas, es cierto, aunque no menos trascendentes. Uno de ellos concluyó justo ayer: el Segundo Congreso Nacional de Ciclismo Urbano.
El tema puede parecer escasamente importante, porque invoca el uso de la bicicleta que, por años, mereció el rechazo popular: “ciudad bicicletera”, se decía, para subrayar precisamente que en las calles de la urbe transitaban muchos en bicicleta; aquello era muestra, se entendía, de que nos empeñábamos en retrasar nuestro inevitable paso al desarrollo y a la calidad de “gran ciudad”.
¡Cómo cambian las cosas! Hoy la zona metropolitana se hunde, un día sí y otro igual, en la desesperación que provocan los constantes congestionamientos viales, los colapsos de grandes avenidas y el Periférico, porque un solo choque por alcance, bloquea por tres y hasta cinco horas el paso de los demás. Es, literalmente, un caos. La movilidad es un anhelo.
Y he aquí que, muerto ya aquel concepto peyorativo de la “ciudad bicicletera”, la necesidad y el sentido común amalgaman y motivan a incontables personas a retomar la bicicleta por razones tan repetidas y evidentes como los beneficios físicos que aporta al ciclista, su movilidad en comparación con los automotores y además, su contribución indispensable a evitar la contaminación.
Pero la resistencia al cambio es tan grande como los miles de kilómetros de calles, avenidas, calzadas y obras que hemos pagado para dar paso al automóvil. Dato revelador, presentado en el Congreso Nacional de Ciclismo: 84 personas murieron en 2008 en accidentes viales cuando viajaban en su biciclo.
Del mismo encuentro surge otra demanda: cambiar el marco jurídico para que se reconozca al ciclista, para que sea considerado un vehículo más, con obligaciones y derechos. Es un principio básico para normalizar la situación. Ahí está la tarea para los legisladores y no aparenta mayor esfuerzo.
Los ciclistas exigen espacio y respeto. Nada más que eso.
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