Al arranque de su Gobierno, el nuevo Presidente utilizó el argumento del combate a los carteles como una estrategia fast track para afincarse en Los Pinos. Fue la táctica ideal para mostrarle a los mexicanos que ya había piloto en la nave. Al igual que a Bush, la convocatoria a esta guerra le reportó a Calderón beneficios políticos inmediatos, pues propinó una artificiosa sensación de firmeza y liderazgo.
El problema es que desencadenó una guerra sin estar preparado siquiera para la primera batalla, y lo hizo por los peores motivos. Durante su campaña electoral y en los meses previos a la toma de posesión, en muy pocas ocasiones Calderón se refirió al narcotráfico. Todo indica que no formaba parte significativa de su agenda. Pero las necesidades políticas precipitaron ir al combate una semana después de llegar al poder, sin tener la más remota idea de las consecuencias. Bush y sus generales nunca pensaron en “el día siguiente”; nosotros ni siquiera hemos salido del Día “D”; nuestros cuerpos policíacos siguen siendo acribillados en la playa Omaha del desembarco sin saber cómo ni dónde responder.
Fuimos a una guerra sin conocer cabalmente al enemigo, (y encima) a pesar de que sabíamos que nuestras propias filas estaban totalmente penetradas por el adversario. De manera irresponsable lanzamos al cuerpo enorme y desmañado del Ejército a dar palos de ciego a una piñata que se hace escurridiza a todo lo largo del territorio nacional. Año y medio más tarde estamos tan lejos de ganar la batalla como Bush de pacificar a Iraq.
A juzgar por sus declaraciones, Calderón pretende salir del atolladero mediante el absurdo de profundizar el error. Al igual que Bush ha exigido más recursos para la guerra. Como si dos mozalbetes con los ojos vendados tuvieran más posibilidades que uno solo de romper la piñata, cuando en realidad simplemente incrementan la probabilidad de romperse la crisma mutuamente o rompérnosla al resto de la concurrencia (como en efecto ha estado sucediendo con la población civil).
El Gobierno está intentando utilizar el fracaso del combate al narcotráfico como un argumento a favor del pánico para justificar las bases de un Estado autoritario: mayores márgenes para los cuerpos de seguridad frente a la población, ampliación de presupuestos, necesidad de mano más firme. Bush utilizó durante tres años la noción de la guerra al terrorismo para justificar leyes contra sus propios ciudadanos y para ampliar el presupuesto militar a niveles inimaginables. Su pueblo lo recompensó reeligiéndolo en el 2004.
Ahora Calderón intentará hacer lo mismo. Utilizar su fracaso como trampolín para consolidar un Gobierno con los recursos legales y policíacos para enfrentar cualquier muestra de inestabilidad social.
La única salida de esta trampa consiste en impedir que las estrategias para implantar el miedo que difunden los medios de comunicación se impongan entre los ciudadanos. Una sociedad atemorizada siempre termina siendo víctima del populismo de derecha, pues éste cercena libertades y disidencias en nombre de la seguridad.
La guerra contra el narcotráfico, como la de Iraq, no se podrá ganar a punta de balazos. Sería mucho más prudente disminuir “la crispación” en el campo de batalla y comenzar a trabajar en otros frentes. Tres en lo inmediato:
1.- El tráfico y lavado de dinero. Un kilo de billetes hace más bulto que su equivalente en cocaína. A un flujo de drogas corresponde un reflujo de dinero de volumen físico similar o superior. Para detectar a los verdaderos líderes del narcotráfico habría que investigar los flujos financieros, las multimillonarias inversiones hoteleras en la Ribera Maya y en Baja California, las transferencias de carácter sospechoso. Pero nadie quiere hacerlo porque allí nos encontraremos los enormes blanqueos de dinero de la propia clase política y empresarial que no pasan por Hacienda.
2.- El tráfico de armas. Las armas automáticas y semiautomáticas que convierten a los narcos en un verdadero Ejército, proceden de Estados Unidos. El Gobierno mexicano no ha tenido la entereza para exigir a su contraparte mayor responsabilidad en esta franja oculta de la criminalidad. Así como Estados Unidos nos hace responsables de “intoxicar” a su juventud con nuestras drogas, nosotros tendríamos que exigirles cuentas por todos los asesinados, gracias a sus armas introducidas ilegalmente en el país.
3.- Inteligencia militar y policíaca. No podemos ganar una batalla cuando desconocemos al rival y, peor aún, si nos encontramos tan intensamente infiltrados por “el enemigo”. Nuestros policías son carne de cañón en la medida en que buena parte de sus propios jefes están en la nómina de los cárteles. Ir a una guerra así es la mejor garantía de que Mambrú no habrá de regresar.
Son tres tareas necesarias, aunque insuficientes. Para ganar la batalla contra las drogas habríamos de recordar los errores estratégicos de la guerra contra el alcohol. Podríamos paliarla o acotarla, pero no ganarla. Sin duda lo peor que podemos hacer es incendiar al país con el pretexto de esta lucha y ofrecer un cheque en blanco al Gobierno para dar rienda suelta a sus inclinaciones autoritarias.
JORGE ZEPEDA PATTERSON / Periodista.
www.jorgezepeda.net
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