—II—
Calderón planteaba, el domingo por la noche, a la hora de mayor rating en la radio y la televisión, un panorama de color de rosa... Era —subrayémoslo— Calderón. No era Dilma Rousseff. Era el Presidente del país en que la llamada “guerra contra la delincuencia organizada”, declarada a principios de su sexenio, ha costado alrededor de 30 mil vidas; no el heredero de la estafeta de un presidente (Luiz Inácio Lula da Silva) que en dos periodos gubernamentales consolidó a su país como una de las 10 primeras economías del mundo y consiguió, de paso, que 30 millones de compatriotas transitaran de la pobreza a las filas de la clase media...
Para el ciudadano común que eventualmente se tragó el mensaje, es difícil de digerir el salto dialéctico entre la aseveración (indemostrable por evidente) de que “hemos pasado por tiempos muy difíciles”, a “la certeza de que es precisamente lo que hemos tenido la certeza de enfrentar y superar (¡!), lo que nos da la fuerza para alcanzar nuestras metas”.
Si los números consignan que es creciente la cifra de mexicanos que emigran o se alistan en las filas de la economía informal —cuando no, de plano, en la delincuencia— porque sus ojos sólo han visto puertas cerradas donde han buscado ventanas que permitan vislumbrar la luz al final del túnel, sólo hay una manera de dar crédito a la desmadejada aseveración de que “hoy estamos en mejores condiciones para que 2011 sea un año de realizaciones”: si se aclara que se trata de un dogma de fe, en el que obligatoriamente tiene que creerse, por incomprensible, increíble y aun absurdo que parezca.
—III—
Un discurso presidencial, aun en tiempos de crisis de autoridad, debiera ser algo más que un ejercicio, hecho para salir del paso, de sesión mensual de club de “toastmasters” de barrio (con todo respeto), o una mediocre colección de lugares comunes, extraídos de algún manual barato de superación personal.
¡Debiera...!
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