En el actual paréntesis histórico, en el que coinciden dos epidemias --influenza y dengue--, las que en un escenario razonable habrían debilitado el interés por asistir a un acto religioso, quedó de manifiesto que puede más la religiosidad y la tradición; al final se impusieron ambas sobre los fundados temores de enfermedad, de sobra comprobados en miles de personas contagiadas y no pocos fallecidos.
Cuando el futuro inmediato no aparenta ser positivo para quienes habitamos esta ciudad, bien vale la pena analizar con mayor detenimiento eventos tan propios como la Romería, en los que se conjuntan y armonizan varios de nuestros rasgos más distintivos.
Si este encuentro multitudinario tiene en la fe religiosa su común denominador, también es verdad que no impone dogmas ni requisitos. Es igualmente un encuentro de libre voluntad; a nadie se obliga a asistir ni tampoco se excluye por ninguna razón a los interesados en presentarse. Y en esa convivencia se recuperan valores como solidaridad y humanismo, que se expresan en la solicitud con que se apoya a quienes lo necesitan. Aparece también el respeto por las diferencias, por las particulares expresiones de religiosidad.
Y en una ciudad donde los índices de criminalidad crecen igual que su enorme población, la Romería es también una cita a la que acuden familias completas, incluidos ancianos y niños.
Y otra característica no menos importante de este encuentro de tantos: no hay mecanismos de control, sólo de orden.
Esa conjunción de voluntades que se ha repetido durante 275 años bien podría retomarse, recuperarse, para enfrentar los retos económicos, urbanos, sanitarios, sociales, que nos reclaman a todos, respuesta y acción.
Síguenos en